Extremadura usada como escudo, no como servicio: Miguel Ángel Gallardo, un proyecto manchado de sospechas
Ana María Vera.- Si hay un principio que debería estar por encima de todo en política —y especialmente en democracia— es la confianza ciudadana: esa idea de que quienes aspiran a representar al pueblo lo hacen con honestidad, integridad, y respeto a las reglas. Gallardo llega a esa aspiración con una mochila muy pesada: está procesado por presuntos delitos de prevaricación administrativa y tráfico de influencias, relacionados con la contratación en la Diputación de Badajoz de David Sánchez Pérez-Castejón, hermano del presidente del Gobierno.
No es una mera mancha del pasado: la jueza instructora consideró que existían “indicios suficientes” para llevarlo al banquillo, y ahora la causa sigue adelante.
Con Gallardo al frente, una parte esencial del electorado no verá en su persona la autoridad moral para gobernar. Gobernar no debe ser una apuesta personal, sino un acto de confianza pública; esa confianza ya está quebrada.
Más grave aún es la estrategia que puso en marcha cuando decidió procurarse aforamiento —es decir, que fuera un tribunal más “blando” quien lo juzgara— mediante un movimiento exprés en la Asamblea: cinco diputados renunciaron “en bloque” para que él pudiese ocupar un escaño.
No es menor: esta jugada —añadida a su imputación— envía un mensaje inquietante: que para algunos la ley y las normas son maleables, con tal de proteger intereses particulares. Y esa percepción rompe con el sentido más básico de lo que debe ser un Estado de derecho.
Un partido en entredicho y una credibilidad que se diluye
Su propia candidatura, apadrinada por su partido, expresa un cálculo político que privilegia la estrategia electoral sobre la coherencia ética. Según declaraciones internas recogidas por la prensa, dirigentes del mismo partido admiten que su nominación puede suponer un error: “Si Gallardo no era el mejor candidato, debía haber dado un paso al lado”, reconocen algunos en privado.
Y no olvidemos la reacción de parte de su propia formación: críticas, dudas, temor a que su última bala para salvar un escaño se convierta en la crónica de un fracaso anunciado. Una cosa es confiar en tus principios; otra muy distinta apoyarse en ellos cuando están en entredicho incluso dentro del partido.
Un gobernante debe servir al interés general, no a su interés particular. Debe inspirar seguridad, integridad y ejemplaridad. Un líder con una causa judicial por tráfico de influencias, que utiliza maniobras para intentar blindarse legalmente —y que además ve cuestionada su legitimidad hasta dentro de su partido— no reúne ninguna de esas condiciones.
Presentar a Gallardo como “alternativa” —como “renovación” o “opción ganadora” — implica ignorar el daño que ya ha causado a la imagen pública de quienes gobiernan. Y para un territorio como Extremadura, que merece ser liderado con transparencia —no con polémicas judiciales—, su candidatura representa lo que no debe ser.
Un riesgo que los extremeños no deberían asumir
La política no es un juego de ajedrez donde solo cambian piezas, sino una responsabilidad colectiva. Elegir a alguien como Gallardo —con todas sus sombras— supone apostar por la desconfianza, el pragmatismo sucio, el riesgo institucional. Extremadura necesita un proyecto serio, limpio y con futuro; no una apuesta cargada de incertidumbres legales y éticas.
Por eso, y con la lupa de los tribunales aún abierta, Gallardo no debería gobernar.













Vaya par, la degeneración total y absoluta.