Una designación que provoca más recelos que confianza
El reciente anuncio del nombramiento de Teresa Peramato como nueva fiscal general del Estado no puede leerse simplemente como un cambio más en las altas instituciones: es un síntoma, quizá, de una crisis más profunda. Porque no se trata solo de que exista una persona con experiencia, sino de qué modelo de Fiscalía estamos construyendo, y para quién trabaja en realidad este poder.
En primer lugar, es innegable que Peramato cuenta con una amplia trayectoria. Según el Gobierno, su experiencia —más de 35 años, especialmente en la lucha contra la violencia machista— la convierte en una opción técnicamente sólida.
Eso, a priori, es un argumento positivo: necesitamos fiscales que entiendan los grandes problemas sociales, como la violencia de género, con sensibilidad, conocimiento y compromiso.
Pero he aquí el primer motivo de recelo: ¿es esa experiencia garantía de independencia? Que una fiscal sea experta en un área tan relevante y necesitada está muy bien, pero no basta. Porque la Fiscalía es más que una herramienta para causas sociales: es una institución clave para el Estado de Derecho, con voz —y acción— en casos que rozan los intereses del poder más elevado. Y precisamente es ese poder el que ha propuesto su designación: el Gobierno.
La desconfianza de la oposición no es gratuita. Formaciones como el PP o Vox reciben el nombramiento “con cautela”, afirmando que la clave no está tanto en quién se nombra como en quién nombra.
Ese “quién” es el Ejecutivo, lo que inevitablemente plantea la pregunta: ¿seguirá la Fiscalía siendo un poder independiente o se convertirá en una prolongación de los intereses del Gobierno?
Este temor no es infundado en el contexto reciente. Cabe recordar que el anterior fiscal general, Álvaro García Ortiz, fue condenado por revelación de secretos, lo que originó su inhabilitación.
Pero más allá de su condena, durante su mandato se le acusó de usar su posición para impulsar nombramientos polémicos dentro de la Fiscalía, favoreciendo a personas afines, y conformando una cúpula fiscal que despertó recelos sobre el control del poder judicial.
Por eso, más allá de la persona, lo que verdaderamente está en juego es la legitimidad institucional. Que una jurista experta y comprometida ocupe el cargo suena bien en los discursos, pero no basta con la retórica del “compromiso con la igualdad” si no se acompaña de medidas claras para proteger la autonomía de la Fiscalía. Si el nombramiento solo es una maniobra para calmar las aguas tras un escándalo, no habremos avanzado gran cosa.
También me inquieta el mensaje implícito hacia la carrera fiscal: ¿qué modelo de profesional estamos premiando con estos nombramientos? ¿El de la fiscal dedicada a causas sociales, sí, pero también la que se alinea políticamente cuando conviene? Si no se refuerzan los mecanismos internos de control y participación (como el Consejo Fiscal), corremos el riesgo de consolidar una Fiscalía que deje de ser un poder público independiente y se convierta en un engranaje más del aparato partidario.
Finalmente, está la dimensión social: en un momento en que la ciudadanía reclama justicia, que se investiguen los grandes casos con transparencia, y que las Instituciones respondan con garantías, no basta con nombramientos simbólicos. Es urgente que este cambio se traduzca en acciones reales: que la Fiscalía no solo proteja a las víctimas de la violencia machista —tema esencial, sin duda—, sino que también persiga con firmeza toda corrupción, sin medias tintas, y defienda la separación real de poderes.











