La muerte civil de Alberto González Amador como herramienta institucional
Carlos Aramburu Bayona.- Cuando el poder público se utiliza no para investigar con justicia, sino para destruir con apariencia de legalidad, el Estado de derecho se tambalea. Lo que estamos viendo con el caso de Alberto González Amador, pareja de Isabel Díaz Ayuso, es un ejemplo preocupante de cómo una institución como la Fiscalía puede convertirse —por acción o por omisión— en un instrumento de destrucción reputacional. No se trata ya de un procedimiento judicial, sino de una forma de muerte civil: una condena anticipada que se ejecuta en los medios antes de llegar a los tribunales.
Los hechos son conocidos. Un correo electrónico enviado a la Fiscalía —según el propio afectado, sin su consentimiento— reconocía supuestos delitos fiscales y ofrecía un pacto. Días después, el contenido de ese correo se filtró a la prensa, que presentó al empresario como “culpable confeso” antes de que se abriera juicio alguno. La secuencia fue perfecta para el escándalo, pero devastadora para el principio de presunción de inocencia. A partir de ahí, el ciudadano pasó a ser el delincuente, la pareja incómoda de una presidenta autonómica y el símbolo de un relato político.
Resulta difícil creer que semejante cadena de acontecimientos se haya producido por azar. Si la Fiscalía no filtró la información, debe explicar cómo documentos bajo su custodia llegaron a los medios; si lo hizo, debe asumir que ha cruzado una línea roja institucional. En cualquier caso, el daño ya está hecho: la opinión pública ha dictado sentencia y la Justicia, cuando llegue, será un eco tardío.
El caso revela un problema más profundo: la conversión del Ministerio Fiscal en un actor político de facto. No es la primera vez que una investigación se filtra selectivamente, pero pocas veces se ha hecho con un cálculo tan evidente de erosión política. La Fiscalía, que debería proteger la objetividad, actúa a veces como amplificador del ruido mediático. Y en ese ruido se diluyen derechos fundamentales: la intimidad, la defensa, la igualdad ante la ley.
Lo más grave es la naturalización de esta práctica. Nos hemos acostumbrado a que una persona pueda ser destruida públicamente con solo abrir una investigación o filtrar un correo. La llamada “muerte civil” ya no necesita tribunales: basta con una instrucción convenientemente orientada y unos titulares dóciles. Así se sustituye el Estado de derecho por el estado de opinión.
En una democracia madura, los fiscales no deberían temer la transparencia, pero tampoco usarla como arma. Urge reforzar los mecanismos que impidan que los expedientes se conviertan en dossieres mediáticos. Urge también que el Consejo Fiscal o el Parlamento evalúen el grado de independencia real de una institución que hoy parece más preocupada por el impacto político que por la justicia.
El caso de González Amador no es sólo un episodio más de confrontación entre Ayuso y el Gobierno. Es un aviso. Si aceptamos que la Fiscalía puede “matar civilmente” a un ciudadano por su vínculo con un adversario político, nadie estará a salvo mañana. Ni siquiera quienes hoy aplauden la ejecución.












Es la forma vicaria de intentar eliminar a Isabel Díaz Ayuso, que es el verdadero propósito de esta bellaquería.