No es solo el fiscal general del estado quien se sienta en el banquillo
Carlos Aramburu Bayona.- En un Estado de derecho, la justicia no solo debe ser imparcial: debe parecerlo. Cuando quien encabeza el Ministerio Fiscal se sienta en el banquillo, el daño trasciende a la persona y alcanza el corazón mismo de la institución. Álvaro García Ortiz, fiscal general del Estado, encara un juicio por revelación de secretos mientras continúa al frente del órgano que encarna la defensa de la legalidad. El hecho, por sí solo, erosiona la confianza pública en el sistema judicial y plantea una pregunta que ninguna sociedad democrática debería aceptar en silencio: ¿cómo puede garantizar la integridad de la justicia quien está siendo juzgado por vulnerarla?
García Ortiz está siendo juzgado por presunta revelación de secretos en relación con la filtración de datos personales de la pareja de una dirigente política. En cualquier democracia madura, un paso de esa magnitud bastaría para apartar —temporal o definitivamente— a la máxima autoridad del Ministerio Fiscal. Sin embargo, García Ortiz ha decidido mantenerse en el cargo, parapetado tras la presunción de inocencia y un discurso de resistencia institucional que suena más a defensa personal que a defensa del Estado.
Mientras tanto, el prestigio de la Fiscalía se resquebraja. Más de un tercio de la cúpula fiscal ha pedido su dimisión, y los fiscales de base observan con desconcierto cómo la dirección que debería velar por la legalidad se aferra al poder con argumentos políticos. El resultado es una crisis de credibilidad sin precedentes, en la que el Ministerio Fiscal aparece dividido, debilitado y bajo sospecha.
La defensa de García Ortiz se ha articulado en torno a una idea peligrosa: identificar su permanencia con la fortaleza de la institución. “No puede ser que la mentira derrote a un fiscal general”, declaró recientemente. Pero la verdad institucional no se defiende negando la evidencia de un proceso judicial. Cuando una figura pública convierte su situación procesal en una cruzada personal, arrastra consigo a toda la estructura que dirige. En este caso, la Fiscalía se ha convertido en rehén de la obstinación de su propio jefe.
El Ministerio Fiscal no puede ser un refugio de intereses ni un muro de contención frente a la crítica. Su legitimidad se sustenta en la confianza ciudadana, y esa confianza se quiebra cuando el principio de ejemplaridad se sustituye por el principio de supervivencia política. El fiscal general no está por encima de la ley ni de la ética pública. Su responsabilidad no es resistir, sino preservar la dignidad de la institución que representa.
En otras democracias no tan bananeras, la mera apertura de juicio oral habría implicado la renuncia inmediata del titular del cargo. No se trata de prejuzgar culpabilidades, sino de respetar la prudencia y el decoro institucional. En España, en cambio, la decisión de continuar al frente de la Fiscalía General transmite el mensaje opuesto: que la rendición de cuentas es optativa, que la ética se negocia, que el cargo vale más que la confianza pública.
La Fiscalía no puede permitirse ese lujo. Su función —garantizar la aplicación de la ley con independencia y objetividad— exige una autoridad moral incontestable. Y esa autoridad, hoy, está en entredicho. Si el propio fiscal general se convierte en símbolo de opacidad y resistencia al escrutinio, la institución corre el riesgo de volverse irrelevante ante los ojos de los ciudadanos.
La justicia no puede permitirse líderes aferrados al cargo. Puede y debe tener servidores dispuestos a sacrificarse por su integridad. Porque cuando la ética abandona las instituciones, no solo se pierde la confianza: se pone en riesgo la democracia misma.













¿De quien es la Fiscalía? ¿Eh? Ya. Pues eso. Si no tiene la delicadeza de dimitir en vez de sentarse vergonzantemente en el banquillo con la toga puesta, algo raro hay. Pidamos la dimisión de Mazón. E indultemos al henmano y a la compa. Son buenos chicos. Son de “izquimierdas”.