José Manuel Albares

El ministro de Asuntos Exteriores, José Manuel Albares, ha reconocido este viernes que a lo largo de la historia compartida entre España y México “ha habido dolor e injusticia” hacia los pueblos originarios mexicanos y que es “justo reconocerlo y enmendarlo”.

En la inauguración de la exposición ‘La mujer en el México indígena’, organizada entre ambos gobiernos, Albares ha asegurado que es “parte de nuestra historia compartida y no podemos negarla ni olvidarla”.

Por eso, esta exposición organizada a instancias de la presidenta de México, Claudia Sheinbaum, es parte del “camino de justicia y reconciliación que recorremos juntos; un hito más en nuestras relaciones y nuestra hermandad”, ha dicho Albares.

“Es muy importante, es el primer paso”, ha reaccionado la presidenta de México, Claudia Sheinbaum ante la declaración del ministro español de Asuntos Exteriores. La mandataria mexicana, al igual que su antecesor, Andrés Manuel López Obrador, había reclamado en varias ocasiones una disculpa por “la invasión violenta”, tal y como se ha referido este viernes nuevamente a la llegada de los españoles.

“Es la primera vez que una autoridad del Gobierno español habla de lamentar la injusticia, es importante, desde mi punto de vista, un primer paso. Habla de la importancia de lo que siempre hemos dicho, el perdón engrandece a los gobiernos y los pueblos, no es humillante, al contrario”, ha dicho la presidenta mexicana.

Sin mención a las salvajadas de los sacrificios aztecas

De la salvajada de los sacrificios aztecas, sin embargo, no ha habido mención  alguna por parte del representante del gobierno sanchista.

Pocas prácticas del mundo precolombino han despertado tanta fascinación y repulsión como los sacrificios humanos del Imperio azteca. Para muchos cronistas españoles, estos rituales eran la máxima expresión de barbarie; para los propios mexicas, en cambio, constituían un acto sagrado de equilibrio cósmico. A más de quinientos años de distancia, resulta imposible negar la crudeza y magnitud de estos sacrificios, pero también sería simplista reducirlos a mera “crueldad”.

Un ritual de sangre y poder

El Imperio azteca (siglos XIV–XVI) basaba buena parte de su cosmovisión en la idea de que el universo necesitaba alimento: la energía vital de los dioses, representada por la sangre humana, mantenía en movimiento al sol y garantizaba la continuidad de la vida. De ahí que los sacrificios no fueran simples ejecuciones, sino rituales públicos cargados de simbolismo religioso y político.

El más temido era el que se realizaba en la cima del Templo Mayor de Tenochtitlan, donde, según los cronistas, se inmolaban a cientos o incluso miles de prisioneros de guerra en una sola ceremonia. Las víctimas eran tendidas sobre una piedra ceremonial y, con un cuchillo de obsidiana, el sacerdote abría el pecho para arrancar el corazón palpitante y ofrecerlo al dios Huitzilopochtli, señor del sol y de la guerra.

Los cuerpos, luego, podían ser arrojados por las escalinatas del templo, desollados, o incluso desmembrados para rituales posteriores. En ocasiones, parte de la carne se consumía en banquetes rituales, no por hambre, sino como acto simbólico de comunión con lo divino.

Más allá del fervor religioso, los sacrificios cumplían una función política. Cada guerra de conquista se justificaba en nombre de los dioses, pero también servía para intimidar a pueblos sometidos y reforzar el poder de la élite sacerdotal y militar. La violencia ritual se convertía así en un lenguaje de dominación, un espectáculo público que recordaba a todos quién controlaba el destino del imperio.

Horror ante los ojos del mundo

Cuando los conquistadores españoles presenciaron estos ritos, su reacción fue de horror absoluto. Las descripciones de Bernal Díaz del Castillo y Fray Bernardino de Sahagún hablan de templos manchados de sangre, cráneos apilados en tzompantlis (altares de cráneos) y olores insoportables. Para ellos, era la prueba definitiva de que los aztecas necesitaban “ser redimidos” por la fe cristiana.