La bajeza política de amar al partido en lugar de amar a la patria
Durante el régimen franquista, España estuvo gobernada por un sistema que, al menos en su retórica, priorizaba la unidad nacional y el patriotismo como principios rectores. Los gobiernos de Franco se nutrían, casi siempre, de profesionales con trayectorias destacadas, expedientes académicos sobresalientes y un prestigio reconocido en sus respectivos campos.
Aunque el régimen era autoritario y restringía las libertades, buscaba proyectar una imagen de competencia técnica y compromiso con los intereses nacionales, seleccionando a menudo a figuras que combinaban lealtad al régimen con capacidades demostradas. Por el contrario, desde la transición democrática en 1975, los gobiernos del PSOE, del PP y sus aliados nacionalistas han sido frecuentemente criticados por anteponer los intereses partidistas y la ambición de poder a la búsqueda del bien común.
En demasiadas ocasiones, los Consejos de Ministros han estado integrados por figuras cuya principal cualificación era su habilidad para ascender dentro de las estructuras internas de sus partidos, más que su preparación técnica o su compromiso con el interés general. Este cambio de prioridades ha generado una percepción de mediocridad en la gestión pública, donde la lealtad al líder o al partido prevalece sobre la competencia y el mérito.
Mientras que en el franquismo se exigía, al menos en teoría, un perfil de patriotismo y preparación para ocupar altos cargos, en la democracia actual parece bastar con ser un político astuto, capaz de caer bien al jefe, carecer de escrúpulos y consolidar apoyos internos.
Esta dinámica ha alimentado una cultura política en la que el amor al país queda relegado frente a la lealtad partidista, lo que algunos críticos señalan como una fuente de corrupción, ineficiencia y pérdida de prestigio internacional.
La sustitución de élites técnicas por figuras cuya principal virtud es la lealtad partidista ha contribuido a una creciente desilusión con la clase política. Este fenómeno, agravado en los últimos años, ha debilitado la confianza en las instituciones y ha proyectado una imagen de España como un país atrapado en luchas internas y carente de una visión clara de futuro.
Para recuperar su relevancia y superar esta crisis, España necesitaría erradicar a corruptos y mediocres que la han gobernado hasta ahora y elegir líderes que combinen preparación, integridad y un compromiso genuino con el bienestar colectivo, más allá de los intereses de partido.
Sin olvidar que la política española debe recuperar las esencias de las buenas democracias, que consisten en que los mejores ocupen el poder, que gobiernen dirigentes ejemplares en eficacia, patriotismo y capacidad para estimular en el pueblo los valores, la unidad y el esfuerzo, en lugar del odio, la división y la mezquindad, como ocurre en el sucio presente español.











