Letizia no se persiga en el funeral del papa Francisco.

Ignacio Andrade.- En su afán por mostrarse moderna y neutral, la familia real española parece haber renunciado a uno de los pilares culturales que históricamente le dieron sentido: su vínculo con el cristianismo. El silencio religioso de la Corona no es solo una cuestión protocolaria, sino un síntoma de una pérdida más profunda: la desconexión entre institución, identidad y tradición.

Del altar al protocolo: una historia de desvinculación

Durante siglos, la monarquía española fue mucho más que una institución política. Era, en esencia, un símbolo espiritual del país. Los reyes no solo gobernaban, sino que encarnaban la continuidad entre el poder terrenal y la fe cristiana que modeló la historia de España.
Hoy, esa dimensión parece haberse disuelto en el aire aséptico de los actos oficiales. La familia real evita gestos religiosos o referencias explícitas a la fe, reduciendo su presencia espiritual a un formalismo ocasional —misas de Estado, funerales o eventos de tradición litúrgica— que se cumplen más por obligación que por convicción visible.

La neutralidad que empobrece el símbolo

La Casa Real ha optado por un perfil discreto en materia religiosa, buscando proyectar una imagen moderna, plural y respetuosa con la diversidad de la sociedad española. Pero esa prudencia ha acabado convirtiéndose en distancia.

La neutralidad institucional es legítima en una democracia laica, pero cuando se convierte en silencio total, el símbolo pierde densidad. La monarquía, sin un relato espiritual o moral que la sustente, corre el riesgo de convertirse en un adorno protocolario: correcta, elegante… pero vacía.

El alma cultural de un país

Más allá de la religión, el cristianismo ha sido la fuente moral y estética de la cultura española: de la pintura al derecho, del lenguaje a la idea de dignidad humana. Al prescindir de esa referencia, la Corona parece olvidar que su legitimidad no solo nace de la Constitución, sino también de una tradición que dio forma a la nación.
Cuando una institución tan simbólica como la monarquía borra de su identidad las raíces espirituales del país, no solo se distancia del pasado: también pierde su papel como referente ético del presente.

Una modernidad sin memoria

El esfuerzo por adaptarse a la sociedad secularizada ha llevado a la familia real a un terreno incómodo: el de la corrección política absoluta. Sin embargo, en ese silencio hay una contradicción. La monarquía pretende representar a todos los españoles, pero al evitar incluso reconocer la herencia cultural cristiana de la que nace España, termina representando a nadie en concreto.

Una institución sin relato espiritual, por muy moderna que sea, difícilmente puede inspirar. Y una nación que olvida su raíz, por muy democrática que se proclame, acaba desorientada.

La Corona no necesita ser confesional, pero sí coherente con la historia que le dio sentido. Su papel no es evangelizar, sino recordar —con naturalidad y respeto— que España no se entiende sin su alma cristiana.

Si la monarquía se desentiende de ese legado, se convierte en una institución sin raíz ni mensaje. Y sin raíz, ningún símbolo nacional puede florecer.