Hipócritas
Sandra tenía solo doce años Le gustaba dibujar, escuchar música, el Real Betis y reírse con sus amigos. Pero un día, esa risa se apagó. No pudo más. El acoso, las burlas, el aislamiento… fueron demasiado peso para unos hombros tan pequeños. Su historia, la de una niña de Sevilla que decidió poner fin a su vida, ha roto a España en pedazos. Y debería. Porque ningún niño debería morir por culpa del silencio de los demás.
Su muerte ha hecho llorar a todo un país, y sin embargo, también nos deja frente a un espejo incómodo: somos una sociedad que llora tarde y actúa poco. Sandra no necesitaba homenajes, necesitaba protección. No necesitaba trending topics, sino adultos valientes.
Hoy todos hablan del bullying, de la empatía, del respeto. Pero ¿qué ocurre cuando el acoso adopta una forma más sutil, más política, más silenciosa? Cuando un niño o una niña es señalado no por su cuerpo ni por su ropa, sino por la lengua en la que habla o aprende.
En Cataluña —y en otras partes de España— existen niños que son ridiculizados, apartados o corregidos públicamente por hablar en castellano, o porque sus padres piden que se respete su derecho a recibir educación también en esa lengua. Algunos profesores los ignoran, compañeros los señalan, y la administración mira para otro lado.
Eso también es bullying. Y lo peor es que muchos lo justifican.
La familia de Canet de Mar lo vivió con una hija de apenas cinco años: tras solicitar que una parte de sus clases fuera en castellano, el entorno escolar se volvió hostil. Amenazas, pintadas, desprecio. ¿Cómo se llama eso, si no bullying? ¿Qué diferencia hay entre lo que sufrió Sandra y lo que sufre un niño al que se le ridiculiza por querer ser libre en su elección?
Los datos oficiales hablan de más de 1.300 casos de acoso escolar en Cataluña en el último curso, pero casi ninguno menciona la lengua como causa. Porque nadie quiere abrir ese melón. Porque aceptar que hay niños acosados por hablar en castellano sería reconocer un problema que desmonta el discurso de convivencia.
El bullying no es solo insultar o pegar. El bullying es coartar la libertad del otro, negarle su identidad, hacerle sentir que no pertenece. Y cuando eso ocurre dentro de un aula, con el silencio cómplice de instituciones que deberían protegerlos, el daño es doble.
Sandra no murió solo por el acoso de tres niñas. Murió por la indiferencia de un sistema que no quiso escuchar a tiempo. Como tantos otros menores a los que no se escucha cuando dicen: “me señalan”, “me ignoran”, “me hacen sentir culpable por ser quien soy”.
Por eso hablar de bullying sin hablar de libertad es mentir.
Y por eso llorar a Sandra mientras se callan otros casos es hipocresía.
La defensa de los niños —de todos— no puede depender de la lengua que hablen ni de la bandera que lleven en la mochila. La empatía no puede tener fronteras ideológicas. La libertad no puede ser un privilegio condicionado.
Sandra nos deja una lección demasiado dura: que el silencio mata.
Que no basta con sentir lástima; hay que actuar.
Que los niños deben aprender a leer, a sumar, a respetar, pero también deben aprender que nadie tiene derecho a hacerlos callar, ni a avergonzarlos por cómo hablan, ni a robarles la alegría.
Cuando entendamos eso, cuando tengamos el valor de defender a todos los niños por igual —sin miedo, sin ideología, sin hipocresía—, entonces quizá podamos decir que de la tragedia de Sandra surgió algo de luz.
¡Descansa en paz, bética!
Nuestras condolencias a la familia en nombre de todo el equipo de Alerta Digital.











