La epidemia de orejas: cuando el ruedo se volvió guardería
Jorge Bravo.- Uno ya no va a la plaza a ver toros, sino una tómbola. De esas en las que siempre toca. Orejas por aquí, orejas por allá, y a poco que el toro no se caiga y el torero no tropiece con la muleta, ¡hala!, dos orejas y vuelta al ruedo. El espectáculo del valor y el arte convertido en verbena.
Antes —cuando aún se tomaba en serio la palabra triunfo— cortar una oreja era cosa de hombres y de milagros. Había que torear de verdad, con el alma y con la verdad, jugándose el tipo. Hoy basta con un par de tandas más o menos limpias y una estocada que no llegue al chaleco para que el público se arranque a pedir orejas como si fueran ofertas del Black Friday.
La presidencia, claro, cede. No sea que la silben, o que le digan en Twitter que no entiende de toros. Y ahí empieza el circo: pañuelos ondeando, selfies, la plaza convertida en escenario de Operación Triunfo. El torero, encantado, alza los trofeos con sonrisa de influencer. A veces pienso que solo falta que le pongan un filtro de Instagram y una música de fondo.
¿Dónde quedó el respeto por la verdad del toreo? ¿Dónde la diferencia entre el arte y el postureo? Si todo el mundo corta orejas, el mérito desaparece. Y con él, la emoción. Las orejas han perdido su peso, como las medallas en los regímenes decadentes, esas que se reparten a generales que nunca vieron una batalla.
Hoy vivimos la inflación de la gloria taurina. Hay toreros con más orejas que sentido del temple, y ganaderos que celebran premios que deberían darles vergüenza. Porque en este juego de favores, lo importante ya no es torear bien, sino hacer ruido.
El toreo, ese arte de la verdad desnuda, se nos está convirtiendo en un reality show. Y mientras los pañuelos siguen volando y las orejas se amontonan, el verdadero aficionado —ese que recuerda cómo era una faena buena de verdad— se marcha de la plaza con la amarga sensación de haber asistido, una vez más, a la caricatura de una grandeza perdida.











