Anoche tuve un sueño
Fraguas.- Anoche tuve un sueño:
Gente de corbata y traje planchado, erguidos de forma antinatural, tiesos. La gente común no es tiesa. Tablas humanas vestidas de limpio, piojos. Alguien les dijo alguna vez que si quieres ser político debes caminar como si llevarás un palo metido por donde la espalda pierde su casto nombre y una sonrisa americana de blanco nácar.
Esta gente gobernaba mi sueño, mi sitio. Robaban y saludaban a los ignorantes cautos del pueblo. Hacían pandilla y en un simulacro de actividad popular se reunían en el restaurante más caro de la villa. Altos funcionarios, políticos y empresarios reunidos en el chamizo de la élite. No olvidemos que todos eran piojos vestidos de limpio y por mucho mármol que el cobijo tenga, no deja de ser chamizo.
Ya no saludaban al vecino, sus coches siempre negros, cada vez eran mejores. Sus hijos a colegios sibaritas. En la iglesia, los primeros bancos, en los bancos en el despacho del director. En ese despacho, el secreto.
“… y ya no había diferencia entre cerdos y hombres” (George Orwell)
Pero hasta el más pérfido de los tiranos tiene que dar alguna palada de cal.
Y sucedió que para honrar a los estafados ciudadanos, se erigiría un monumento a la voluntad popular. La gente aplaudió con fervor a sus grandes políticos que hacen tan grandes cosas. En odor de multitud, las muecas de los dirigentes disimulaban ironía cínica. Y presentaron al anciano escultor, que enjuto y corvado, con gafas de lectura traía su discurso apoyado en un libro para dar solidez al papel que soportó la nerviosa letra.
“Espero reflejar el verdadero sentimiento del Pueblo”, dijo finalizando el discurso. Y dobló el papel y bajó el libro hacia la cintura. Se titulaba “El Contrato Social” de Rousseau. Nadie lo vio. Ni el político presuntuoso, ni el dócil y crédulo ciudadano, si alguna vez fue ciudadano.
Terminada la escultura, la plaza amaneció con ella velada por un lienzo negro. Los políticos mirando al reloj y a la puerta del restaurante habitual, era la hora del desayuno-almuerzo. Ninguno había madrugado. La caterva de borregos con las manos calientes para aplaudir al señorito, fuera la escultura lo que fuera. Y el escultor con un cigarro en los labios y la ceniza aparcada en el traje, pensando que ni siquiera había dado un presupuesto.
En fin, llegó la hora después del soporífero discurso del mandatario. Los empresarios gordos, los políticos más, y los funcionarios mirando el reloj aplaudieron también.
El hombrecillo tiró de la cuerda que dejaba al capricho de la gravedad al lienzo encubridor. Y la escultura se hizo forma y la gente calló y el silencio golpeó a los cerdos de Orwell y los funcionarios dieron un paso atrás y nadie aplaudió. Y el hombrecillo escultor sonrió, sabía que había conseguido arte. Cuando alguien, es más, cuando todos entienden tu obra con tal reverencia es que esa obra es arte.
Ese día el restaurante no abrió. La escultura no era otra cosa que una simple guillotina, disfuncional, pues era de granito; pero que transmitía todo su sentido, máxime cuando el libro del Rousseau descansaba en el cesto de la escultura.
Amaneció y corrió la mañana siguiente. Se veían pocos coches negros. Los bares de la villa, sin pedirlo, se repartieron a los políticos que, curiosamente, vestían más de vaquero y camiseta.
Los primeros bancos de la iglesia fueron para los puntuales y los devotos y las charlas cotidianas en la cola del banco fueron más comunes entre políticos y despiertos (ya no eran caterva).
Y sonó el despertador y de la cara me quité el libro de “Teoría Pura de la República Constitucional” de Antonio García-Trevijano.
Y aprendí que la lectura te provoca sueños y los sueños pensamientos y éstos, comportamiento; y el comportamiento, hábito; y el hábito, carácter; y el carácter señala el destino de las personas. No es mío es de alguien que se llamaba como el escultor. Otro desconocido “Aristóteles”











