Por qué la izquierda es violenta
Óscar Bermán.- La izquierda ha intentado presentarse a lo largo de la historia como la voz de los oprimidos, la defensora de los débiles y la bandera de la justicia social. Sin embargo, detrás de ese discurso se esconde un patrón difícil de ignorar: su constante coqueteo con la violencia como mecanismo de transformación política.
La izquierda nace de la idea de que el poder nunca se entrega, se arrebata. Desde la Revolución francesa hasta la soviética, pasando por las guerrillas latinoamericanas, el mensaje es claro: la violencia no solo es aceptada, sino celebrada como motor del cambio. El mito del “pueblo armado contra el opresor” se convierte en justificación para imponer por la fuerza lo que no se gana con consenso.
Mientras otras corrientes buscan reformar desde dentro, la izquierda radical insiste en destruir el sistema. La democracia, la ley, la propiedad privada: todo lo que no encaja en su visión es visto como un obstáculo a derribar. Así, no es extraño que sus movimientos desemboquen en disturbios, saqueos o vandalismo, acciones que luego intentan disfrazar de “protesta legítima”.
La izquierda entiende que la calle es su escenario preferido. Manifestaciones que empiezan con consignas acaban en destrozos que paralizan ciudades enteras. Y, mientras tanto, los medios multiplican las imágenes de encapuchados lanzando piedras o incendiando mobiliario público. Esa exposición refuerza la identidad combativa de la izquierda, que confunde ruido con legitimidad.
Cuando la violencia viene de sus filas, se justifica como “respuesta a la represión”. Pero si proviene de la autoridad, es denunciada como abuso intolerable. La izquierda ha perfeccionado el arte de victimizarse mientras utiliza la fuerza, mostrando un cinismo que erosiona la convivencia democrática.
Al final, la violencia de la izquierda revela un punto central: su dificultad para aceptar que no siempre convence a la mayoría. En lugar de persuadir con argumentos, muchos de sus sectores optan por imponer con gritos, intimidación y, en no pocas ocasiones, con sangre. El resultado suele ser el contrario al prometido: más división, menos libertad y un poder concentrado en manos de una nueva élite.
En definitiva, la violencia no es un accidente en la izquierda: es parte de su ADN histórico y político. Quien legitima la violencia como herramienta de transformación termina condenado a reproducir los mismos abusos que decía combatir.











