Las contradicciones morales del antitaurinismo

Morante, Olga Casado y Juan Ortega, durante la interpretación del himno nacional español, el pasado miércoles, en la plaza de toros de Melilla.
AR.- “El toreo es un doble ejercicio físico metafísico de integración espiritual en el que se valora el significado de lo humano heroicamente” (José Bergamín)
La discusión sobre la tauromaquia no es únicamente un debate sobre animales y espectáculos, sino un espejo de nuestra relación con la naturaleza, la cultura y la propia moral. En este espejo, los argumentos del antitaurinismo —que se presentan como absolutos, claros y definitivos— revelan fisuras y contradicciones que merecen ser examinadas con serenidad filosófica.
La paradoja de la visibilidad
El toro de lidia muere en público, y esa visibilidad parece ser la raíz de la indignación. Sin embargo, la inmensa mayoría de los animales destinados al consumo humano mueren en silencio, en mataderos lejanos, tras una vida privada de libertad. La muerte del toro, ritualizada y convertida en arte, se percibe como escándalo; la muerte industrial, en cambio, se digiere sin conciencia.
La paradoja es clara: no es tanto la muerte del animal lo que incomoda, sino el hecho de verla. La moral antitaurina nace, muchas veces, no de un rechazo a la “violencia” , sino de una intolerancia a su exposición.
El problema de la coherencia ética
Si se rechaza la tauromaquia en nombre del sufrimiento animal, ¿no debería rechazarse con igual o mayor fuerza toda forma de explotación animal? El filósofo Peter Singer, referente del animalismo, denuncia precisamente la incoherencia de indignarse selectivamente. La ética no puede ser un traje a medida de las sensibilidades. Una verdadera defensa de los animales exigiría coherencia radical: abolir el consumo de carne, la experimentación animal, la caza, la pesca, e incluso replantear nuestra relación con la domesticación. El antitaurinismo, sin embargo, suele detenerse en un solo frente, convirtiéndose en un gesto moral parcial más que en una convicción filosófica universal.
Naturaleza y cultura
El toro bravo existe porque existe la tauromaquia. Es un animal inseparable de una tradición cultural que lo ha creado, preservado y dignificado. Si la tauromaquia desapareciera, desaparecería también el toro de lidia como especie y con él un ecosistema rural único. Aquí se abre un dilema profundo: ¿qué pesa más, la vida prolongada de un animal en libertad, aunque destinada a una muerte ritual, o la desaparición de la especie y de su hábitat en nombre de una supuesta ética purista? El antitaurinismo responde con eslóganes, pero la pregunta filosófica queda en pie.
La tensión entre universalismo y relativismo cultural
El discurso antitaurino se presenta como universal: sostienen que el sufrimiento animal es intolerable en cualquier lugar y bajo cualquier forma. Sin embargo, al aplicarse de manera selectiva, termina convirtiéndose en un relativismo disfrazado. Se acepta la diversidad cultural siempre que no incomode, siempre que no confronte la sensibilidad contemporánea occidental. Pero la cultura no puede reducirse a lo que agrada: también es lo que desafía, lo que incomoda, lo que mantiene viva la tensión entre tradición y modernidad. Condenar la tauromaquia sin atender a su profundidad simbólica es, en cierto modo, negar la complejidad de la cultura misma.
El trasfondo de la contradicción
Lo que late en el antitaurinismo no es solo la defensa del animal, sino la dificultad del hombre moderno para confrontar la muerte. Vivimos en sociedades que ocultan la muerte, la higienizan, la convierten en un tabú. El toro en la plaza recuerda brutalmente que la vida y la muerte están unidas, que la existencia no puede separarse del sacrificio. Quizás lo que repele no sea tanto la herida del toro, sino el recordatorio de nuestra propia vulnerabilidad.
El antitaurinismo, en su aparente claridad moral, encierra contradicciones profundas: exige coherencia ética pero la practica de manera selectiva; se proclama defensor de la naturaleza mientras promueve la extinción del toro bravo; clama por la diversidad cultural pero niega valor a una tradición milenaria.
La tauromaquia podrá ser rechazada, criticada o incluso abolida, pero no desde argumentos frágiles ni desde una moral a medias. Si algo enseña este debate es que la verdadera reflexión ética exige coherencia, profundidad y la valentía de mirar de frente no solo al toro, sino también a nosotros mismos.












Muy bien todo el razonamiento, pero a mí me desagrada ver matar a los toros de un espadazo.