Cuento de verano con final triste
Mayte Alcaraz.- Mircea era mecánico. Y rumano. Y marido y padre. Inmigrante, es decir, mercancía electoral. Tenía 50 años. Arreglaba el vehículo del dueño de una hípica, Miguel, de 83 años. Era una tarde vulgar de agosto. De golpe el cielo se oscureció y el viento empezó a soplar con fuerza. Un incendio desatado por la tormenta seca en el municipio madrileño de Tres Cantos asomó su lengua de fuego donde los caballos asustados convulsionaban. Veintidós murieron.
Mircea intentó salvarlos y, sobre todo, al anciano propietario del negocio, en riesgo de morir quemado. El insospechado destino del horror le esperaba. Pero él, que había ido a ganarse las lentejas como autónomo sin vacaciones ni playa, no podía consentir que Miguel, aquel hombre que le dio trabajo, ardiera como una tea. Mientras los políticos tuiteaban echándose entre ellos las vacaciones y la devastación a la cabeza o a la espalda, Mircea se rebeló contra la indefensión de otra persona, más vulnerable que él, frente a un incendio en la ustible España donde todo el mundo discute por todo, pero nadie se ocupa de nada. Él no se paró a pensar en quién originó ese infierno, ni en si el presidente de turno estaba o no en su despacho o enfundado en unas bermudas, o en si alguien de una maldita vez se afanará algún día en prevenir para que no vuelvan jamás estas llamas voraces y asesinas. Para Mircea, con las manos negras de grasa del coche de Miguel, no había más camino que el de la humanidad, la grandeza inabarcable del ser humano cuando, desnudo de intereses mundanos, se ocupa de amortiguar el sinsentido de la tragedia.
Mircea hace aquello que nos enseñaron en casa: ponernos en el lugar del otro y aliviarlo de sufrimiento. En el intento, en el vértice mismo del suplicio, su cuerpo arde en segundos. La radio vomita esa tarde un urgente: «Un hombre es trasladado a La Paz en helicóptero con el 98% del cuerpo quemado». Se trata de Mircea, que le dice a Elena, su mujer, «os quiero mucho, no sé si voy a aguantar», casi no respira asfixiado en humo, y la España que le acogió años atrás, que le dio curro y oportunidades, le asistía ahora, en sus últimos minutos de vida, con lo mejor que tiene: su solidaridad, su gente, sus medios, sus sanitarios, sus hospitales. Poco era para lo que Mircea se merecía. Todos los que le conocían hablan maravillas del buen hombre y mecánico que era. No tienen que jurarlo.
Tenía un hálito de vida y había que intentarlo. Pero en la unidad de quemados de La Paz, en la casa de la esperanza de un país avanzado, murió porque nadie sobrevive a las llamas aventadas por la imprevisibilidad de la vida, sí, pero también por la desidia de unos cretinos. Mircea cayó en ese infierno sin merecerlo para subir al cielo de las buenas gentes. Sus amigos de aquí y de allá intentan recoger fondos para pagar el funeral. Porque Mircea no ganaba una nómina pública de ministro o diputado desde donde la vida se ve confortablemente.
Los incendios siguen arrasando esta España abandonada. La cadena de fuegos que asola nuestro país son la macabra repetición de una escena, ante la que la desprevención, la falta de gestión y de recursos, se hace insoportable. Cádiz, León, Zamora, Extremadura, Galicia, Madrid y el resto de España sufren los incendios forestales, pero también los constantes e inservibles incendios políticos que solo producen tristeza, desolación y frustración. Valga la figura de Mircea, y de las otras víctimas mortales –el pobre Abel, otro ángel para los demás, o el joven Jaime– de este agosto de chirrido de chicharras (estas, que como en la fábula, cantan en vez de laborar como hormigas) y lenguas bífidas de fuego, para reconciliarnos con el ser humano que solo está hecho de humanidad. Tan lejos de quienes escriben 50 mensajes para insultar al rival político, llamar sinvergüenza al primero que se cruce y frivolizar con lo «calentita» que está la cosa.
Por cierto, Miguel sobrevivió. España lo tiene peor.











