Un Villarreal-Barça en Miami
Antonio Naranjo.- Soy muy aficionado al fútbol, pero no un gran entendido, como nos pasa a los españoles con tantas cosas: todos tenemos un seleccionador nacional y un presidente del Gobierno, y nos atrevemos a sentar cátedra aunque en el fondo sepamos del asunto lo mismo que de la reproducción en cautividad de pingüinos de Humboldt, que son muy delicados, de apareamiento romántico y de berrea discreta, si acaso los pingüinos de Humboldt berrean.
Sé que es un deporte que juegan once contra once, suele ganar el Real Madrid pese a las ayudas al Barça, que lleva desde Franco con los mismos privilegios que Cataluña: a otro le hubieran disuelto con lo de Negreira, aquí le activan no sé qué palanca con la misma caradura que le permitirá a Puigdemont ahora negociar la «excepción nuclear» catalana: por alguna extraña razón, las centrales de allí son menos peligrosas y contaminantes que las de Cáceres y Guadalajara y no corre tanta prisa cerrarlas.
Hechas las presentaciones ignaras, para que nadie se enfade demasiado y entienda que éstas son las líneas gratuitas de un osado columnista en modo estival al que solo darían importancia otros de su especie, vayamos al turrón: un partido del Villareal contra el Barcelona a celebrarse en Miami.
Parece cosa menor, y alguno pensará que se ha venido demasiado arriba Florentino Pérez al poner el grito en el cielo, pero la cosa tiene relevancia: se trata de alterar las reglas del juego, arrimarse a unos intereses gremiales y adulterar la competición en nombre de un supuesto beneficio que solo existe para los protagonistas del obsceno apaño.
Ya nos va sonando, probablemente. Sánchez hizo su negocio con Puigdemont en Waterloo, con Ginebra de sede para el partido de vuelta, obviando a la afición, que en este caso eran los electores: ellos querían una cosa y ellos pactaron otra, sin importarles las consecuencias para el deporte y mucho menos los efectos para el hincha.
El fútbol es la cosa más importante entre las cosas menos importantes, en frase atribuida por igual a Arricho Sacchi y a Jorge Valdano que podría ser de Galeano o Borges o de quien diga Bieito Rubido, porque tenía mucho de democrático: la gente elegía a su equipo, aplaudía a sus jugadores y silbaba a sus rivales, se producía una simbiosis identitaria con sus colores y la ciudad donde jugaba y hasta se aprendía geografía local e internacional, para saber dónde está Donetsk o Székesfehérvár, el cuartel de aquel Videotón que nos dio la primera Copa de la UEFA dos años después de que Naranjito nos amargara el Mundial español.
Ahora las jornadas empiezan un lunes de febrero y acaban un jueves de abril, los carruseles radiofónicos se llenan de comentarios sobre terapias para adelgazar o pingüinos de Humboldt (siempre en nuestro equipo) para llenar el espacio antes reservado a las conexiones con todos los campos al mismo tiempo, los bares se vacían de aficionados porque la tele de pago les cuesta más que el alquiler del local y no lo ponen y se maltrata, con todo ello, al sustento olvidado de esta estúpida maravilla que es el negocio futbolero: ese hincha que puede cambiar de todo en la vida menos de equipo una vez es bautizado por uno de ellos.
Jugar un partido de Liga en Miami, o una Supercopa en Dubái, Qatar o una cosa de ésas, tal vez sea rentable al corto plazo, pero a la larga convierte a este deporte en lo mismo que el Gobierno de Sánchez, que de eso sé un poco más. Si te olvidas de por qué el fútbol, como la democracia, nacen y mueren en la grada, acabas como el patinaje equino sobre hierba, que no existe, pero denle tiempo. A Sánchez y a Puigdemont, por supuesto.












