La ambición de Puente
Ana Samboal.- Todo aspirante a presidente tiene su dóberman, ese fiel y lenguaraz escudero que dice lo que el hombre que pretende dormir en la Moncloa no puede decir si no quiere perder las formas que el cargo exige. Felipe González contaba con el verbo afilado de Alfonso Guerra para acorralar a Adolfo Suárez y José María Aznar, con la afilada destreza parlamentaria de Rodrigo Rato y las rudas sentencias de Álvarez Cascos, que se dirigían por igual a la bancada de enfrente que a los de al lado, que por algo le llamaban general secretario. Todos ellos fueron crueles e implacables en la oposición, pero, cuando llegó la hora de ostentar una cartera, sin perder personalidad y carácter supieron encarnar con la dignidad que merece el traje de ministro de gobierno de España. Aunque acabaran sus vidas políticas en desgracia, enredados en corrupciones y negocios familiares o triturados por los que antaño les rendían pleitesía con perrunas sonrisas, todos ellos, a su mejor entender, trabajaron por sus conciudadanos.
Sea cuál sea el final político de Óscar Puente, no dejará otro legado que el de sus exabruptos. Pedro Sánchez le entregó el Ministerio de Transportes como podría haberle dado cualquier otro que tuviera vacante. A tenor del calamitoso estado de trenes o carreteras, su misión no consistía en gestionar el funcionamiento y desarrollo de las infraestructuras del país. Él mismo demuestra con sus silencios que le importa una higa que los trenes lleguen a su hora, que se vean obligados a reducir la velocidad para evitar un descarrilamiento, que se colapsen los accesos a los aeropuertos o que las carreteras muestren un estado calamitoso. Óscar Puente se convirtió en ministro después de hacer un encendido y faltón alegato contra la oposición en la tribuna del Congreso. Ahí demostró con creces que valía para soltar sopapos verbales a Isabel Díaz Ayuso, la gran obsesión del jefe. Y, una vez fichado como dóberman para la causa, que no es gobernar ni gestionar, sino subsistir, intentó condenar a Ábalos, para después tratar de salvarlo. Por Pedro, lo que haga falta.
El problema que tienen los personajes que esconden tanta ambición como él es que no solo ladran. Acaban por morder, poniendo en serios aprietos al amo. Ya asomó la patita haciéndose aparecer en algún digital amigo como digno sucesor durante el lapsus de la carta de los cinco días de descanso presidencial. Y, ahora, en las vísperas de las elecciones en Andalucía y Castilla y León, se ha lanzado a la yugular de los adversarios dejando en evidencia que el ansia de poder está muy por encima del sufrimiento de los miles de personas afectadas por los incendios. Aunque el resto ha evitado respaldarle, la presencia a su lado de Félix Bolaños, que se ha prestado a hacer de fiel escudero en Almería, demuestra no sólo que Pedro le ha perdonado aquella veleidad, sino que actúa por ruin encargo.
Los ciudadanos tendrán la última palabra cuando acudan a las urnas. Él recibirá su palmadita en la espalda. Pero lo que queda claro es que el honor de ser ministro ya no es lo que era. Con él ha quedado seriamente devaluado.












