Óscar al mejor actor de reparto
Luis Ventoso.- Cuando me preguntan si nos merecemos un ministro como Óscar Puente contesto que no. Pero me gustaría decir que en todo cocido hay un garbanzo negro, que la sociedad española nada tiene que ver con este sucedáneo de ministro que nos ha impuesto Pedro Sánchez. Puente es una construcción política del sanchismo, sí, pero, de algún modo, también es un síntoma de la política actual, que malbarata todo lo que le sale al paso por atizar al contrario, que usa tragedias humanas y colectivas, vidas agradables y desgraciadas, para hacer un tuit, para alimentar micrófonos con espuma en un pasillo o facilitar titulares a los periódicos. El que pasa por ser ministro de Transportes, de una Movilidad sostenible que sólo le sostiene a él, que ha llevado a nuestras infraestructuras al desastre, es la representación de la realidad española actual: zafio, sin ideas, iracundo, ineducado, decadente.
Viene este exalcalde de Valladolid de manosear la tragedia de los incendios para vapulear al presidente del PP de su tierra, Fernández-Mañueco (estamos a seis meses de las elecciones autonómicas), porque estaba de vacaciones en Cádiz, cuando se desató el fuego en Las Médulas. «En Castilla y León está calentita la cosa», añadió (gracias que le abandonó su quevedesca impostura para añadir «medulas que han gloriosamente ardido»), para luego borrar el mensaje. Además, le espetó a Feijóo: «¿Te ha contado qué tal el tiempo en Cádiz?», palabras que coincidían con las primeras evacuaciones en el segundo incendio registrado en Tarifa en una semana. Todo es bueno para el convento político: las lágrimas de los ciudadanos sacados de sus casas antes de que las llamas los devoren. O la angustia de los viajeros ante los que se pitorrea con un «Disculpen las mejoras», porque es incapaz de mejorar mínimamente el desastre de las locomotoras.
Nada de esto tiene puñetera gracia: ni hacer bromas con los incendios, ni tuitear chascarrillos e insultar a los ciudadanos, ni chotearse de los viajeros de los trenes. Es la tonalidad moral y estética de nuestros días. El encanallamiento progresivo de la política española. Cuando uno ve a Puente subirse al atril del Congreso o desenfundar el dedo tuitero sabe que estamos a un paso de retroceder al hachazo en la cueva. Canaliza el odio a todo lo que no es él o el «puto amo». Solo puede ejercer la política a machetazos quien se cree el puñetero capataz de una plantación algodonera, manteniendo una actitud servil con el amo, en la que siempre hay que extralimitarse e insultar más, y denigrar más, y vilipendiar más, y frivolizar más. Hoy todo es pasto del populismo político: los inmigrantes, los ritos religiosos, los parones ferroviarios, los incendios. La irresponsable verborrea como gasolina para exacerbar conciencias.
Adiós racionalidad. Adiós humanidad. Adiós piedad con los demás. Adiós al saludable intento de ponerse por un minuto en la piel de los otros, de los que sufren, de los que pasan por un mal momento. Los políticos –salvando excepciones que las hay, pero en peligro de extinción– han abandonado la razonabilidad, están enajenados por la simpleza, la brocha gorda y los comentarios de barra de bar –estos mucho más entrados en razón casi siempre. Donde antes había una galería de hombres ilustres, hoy tenemos una galería de canallas dispuestos a hozar allí donde puedan sacar algún dividendo electoral, aunque sea a base de cargarse la buena educación y la conmiseración. Fanatizados estrategas que se pellizcan todas las mañanas cuando se sientan en un despacho pagado por todos, sabiendo que dónde van a ir, que valgan más (la nómina, principalmente). Lo acaba de reconocer Gabriel Rufián, en un alarde de sinceridad que yo valoro: «Es el mejor trabajo que he tenido nunca». Pues ya está.
Pasan los días, las semanas, los meses, los años –dos ya desde las últimas elecciones– y la destrucción del valor de la decencia y de los buenos modos en política es ya irreversible. Los que fueron elegidos para mediar, ponderar y gestionar son hoy pirómanos que incendian la convivencia. Y no es solo Puente, aunque sea quien más ruido hace. Otros políticos que ocultan su inoperancia zahiriendo al contrario, que prefieren espolear las emociones porque le reporta más votos que administrar soluciones complejas para problemas que también lo son, periodistas tan serviles con los partidos como crueles con los compañeros. Este es el panorama.
Lo fácil –y cierto– es decir que los insultos o frivolidades de Óscar Puente distinguen a quienes los reciben. Pero Óscar es un síntoma de lo que nos ocurre. Es el Óscar al mejor actor de reparto. Pero en la peli actúan más. De Peces-Barba a Puente han sucedido muchas cosas. Y nada buenas. Ya va siendo hora de vaciar la fosa séptica.











