Morante, el héroe frágil al rescate de las esencias
Luis Ventoso.- El sábado salía a hombros en El Puerto de Santa María gaditano (tras impartirle de propina una lección exprés a Roca Rey en el callejón sobre ciertas reglas de la torería). El domingo, en cambio, salía rumbo a la enfermería en la otra punta, en Pontevedra, tras una cogida de 14 centímetros y doble trayectoria. La noticia cruzaba toda España al instante, dejando un reguero de pena e inquietud.
Morante de la Puebla, de 45 años, pelazo muy negro, patillas de hacha, rostro mofletudo y mirada triste. El acontecimiento unipersonal, el torero que ha devuelto el interés masivo por los toros y ha logrado acercar a nuevas generaciones… tenía que poner un paréntesis forzoso a su temporada deslumbrante y a la ilusión de un país volcado con él.
¿Por qué es importante Morante de la Puebla? Sé lo justito de toros y nunca he logrado engancharme, a pesar de que he ido muchas veces a las plazas con esa ilusión (allí estaba, por ejemplo, en Pamplona, aunque un tanto despistado y dándole a un langostino en sombra, en el instante en que un Miura corneó en el cuello a Padilla de manera espeluznante). Sin embargo intuyo la razón de la enorme importancia de Morante. Radica en que en un tiempo en que casi todo es hueco, banal y provisional, él representa la importancia y la necesidad de la tradición, las raíces, la técnica y el valor.
Lo hace además con puro arte, aunque la expresión le dé repelús: «Yo no soy artista. Soy torero». Y con un peaje personal altísimo: millonario, número uno, ídolo de masas… pero para lograr salir a cumplir con la temporada hubo de pasar por 18 sesiones de electroshock, que incluso le han hurtado provisionalmente muchos de sus recuerdos, porque el duro tratamiento y el cóctel de fármacos que está obligado a tomar le provocan lagunas de memoria.
Morante es un héroe enfermo, que en una sobrecogedora entrevista este año en ABC llegó a confesar que ha sopesado el suicido como puerta de alivio. Con 22 años le diagnosticaron un ‘trastorno disociativo’, que le causa desapego y confusión respecto a lo real. A esa dolencia se han unido hondísimas depresiones, que solo le dejaban hacer tres cosas: «Llorar, llorar y llorar».
Hoy vive en un pinar atlántico de Portugal, cuidado entre algodones por un apoderado que le quiere bien. Porque Morante, patrimonio nacional, es materia muy delicada. Su valor en la plaza contrasta con su fragilidad y sensibilidad fuera de ella.
Morante viene de una España de la que nos quieren apartar, la de nuestros padres, abuelos y bisabuelos. Nació en casa humilde de La Puebla del Río, un pueblo de diez mil almas a la vera del Guadalquivir y a solo 19 kilómetros de Sevilla, pero que era otro mundo respecto al urbanita, más rápido, desmemoriado e impersonal. Su padre Rafael trabajaba como empleado raso en una firma arrocera y Pepi, la madre, se ocupaba de la casa.
El mundo del toro caía lejos de su hogar. No eran especialmente aficionados. Pero al niño José Antonio Morante Camacho le picó el bicho acompañando a su viejo por las tascas y escuchando a los parroquianos charlando de toros. Aprendió en los campos, que no en las escuelas, y a los cinco años ya empuñó un capote. A los 16 era novillero y a los 18 tomaba la alternativa de manos de César Rincón. Hasta llegar ahí, un enorme sacrificio económicos de su familia para costear sus primeras becerradas y dar salida a la vocación de aquel niño que solo quería una cosa: ser torero.
Morante de la Puebla –el héroe– y José Antonio –el paciente– representan todo lo que el actual poder no quiere que seamos. Es clásico. Es tradicionalista. Es cazador, aunque dice que le gustan muchísimo los perros y nada las escopetas. Es fumador de puros. Es simpatizante de Vox, porque defiende las raíces españolas y porque quien manda no le convence: «Sánchez dijo que jamás lo verían en una plaza de toros. Es la única vez que ha dicho la verdad».
Es padre de futbolista del Betis. Es lector, y no de cualquier cosa (ha consultado a otro sufridor de la psique, Nietzsche, y en Portugal ha descubierto a Pessoa y su cabeza atestada de heterónimos). Es amigo de respetar las normas de su oficio y sabe que recuperar la esencia y el ornato debido de las cosas es lo más moderno que existe, porque siempre funciona: «No se puede pretender que el Papa oficie la liturgia en bermudas». Es un erudito de su profesión y venera a los gigantes que le precedieron, como Joselito el Gallo.
Morante es de sobreponerse a la adversidad, de apretar los dientes, del valor combinado con la más sofisticada técnica y del respeto a los que pagan.
Morante es un apóstol de la gran belleza, que parece salido de una postal de Sorrentino. Morante es un firme creyente católico, la última y mayor verdad. El gran torero hoy convaleciente refulge como el reverso de lo que nos inculca un poder chabacano, desmemoriado y resentido, enfrentado a la esencia de la propia España. Tal vez por eso José Antonio Morante de la Puebla se ha metido al público en el bolsillo, incluso al que había olvidado los toros. No me extraña.











