Pedro Sánchez y la leyenda negra
Ignacio Sánchez Cámara.- La leyenda negra, versión hispana del odio a Occidente, fue un invento extranjero abrazado con entusiasmo por muchos españoles, no precisamente los más inteligentes e ilustrados. Ningún país contribuyó tanto como España a su propio descrédito. Por suerte, con escaso éxito. El presidente del Gobierno es un entusiasta defensor de la leyenda negra, hasta el punto de que parece intentar confirmarla con su propia gestión. Esto acaso explique, unido a la necesidad de sus votos para mantenerse en el poder, las excelentes relaciones que mantiene con los enemigos de España.
El indigenismo es una excelente idea que, como todas las componentes de la ideología woke, se volvió estúpida. El colonialismo fue un fenómeno complejo que fracasó. Pero de ahí no se deriva la superioridad intelectual y moral de los pueblos indígenas. Por lo demás, el historiador argentino Ricardo Levene ya lo declaró en el título memorable de uno de sus libros: Las Indias no eran colonias. Valga la paradoja: España no colonizó. Si se hubiera tratado de un genocidio, sería sorprendente ese afán por reivindicar el lugar de nacimiento de Cristóbal Colón, aunque es verdad que algunos descerebrados derriban sus estatuas. En cualquier caso, los españoles actuales no seríamos responsables de la obra de Pizarro o fray Bartolomé de las Casas. Ya lo dejó claro Miguel de Unamuno cuando fue interpelado recién llegado a la América española. ¿Puede decirse en serio que la situación actual de la India es consecuencia de la colonización inglesa? ¿O la del Congo de la belga? ¿O la del Sahara y Marruecos de la española? ¿Nada tienen que ver las élites criollas, protagonistas de la independencia, con la situación de sus países americanos? ¿Querrá seguir Cataluña ese próspero camino? ¿Se debe la eventual decadencia española a la conquista romana? ¿En serio? El colonialismo se convierte así en una falsa coartada indigenista y parte de la «cultura de la queja» (Robert Hughes). Al menos, los balances deberían ser completos y veraces.
Y luego resulta que la legítima defensa de la propia cultura se convierte en delito de odio. Es cierto que nuestra superioridad jurídica y moral depende y se manifiesta en las instituciones y, entre ellas, en la idea de la tolerancia. Estamos obligados a hacer lo que otras culturas no hacen, pero a veces dan ganas de exigir reciprocidad, especialmente a los países musulmanes. La introducción en nuestra legislación penal de los delitos de odio me parece un desatino que apenas encubre su intencionalidad censora. El odio es una especie de sentimiento o estado de ánimo. El Diccionario de la Real Academia lo define como «antipatía o aversión hacia alguien cuyo mal se desea». Su antónimo es el amor. Pero sobre el amor y el odio, como sobre la envidia, no es posible legislar. Si el deseo del mal ajeno se convierte en una acción para producirlo, entonces sí, estamos ante un acto punible, pero desear mal a alguien, en la medida en que se trate de algo comprobable, no puede ser objeto de legislación. Un sentimiento puede ser inmoral, la envidia, por ejemplo, lo es, pero no un delito. Incitar a la comisión de un delito sí es un delito. Desear el mal a alguien, no. Queda claro entonces que se trata de una imposición ideológica contraria a la libertad de expresión. Se pretende investigar si la negativa del Ayuntamiento de Jumilla a ceder sus instalaciones deportivas para celebraciones religiosas musulmanas, cuando se proponen otras alternativas, pueda constituir delito de odio.
Naturalmente, si los excluidos hubieran sido católicos o judíos la cuestión habría sido otra. Por lo demás, el del odio no parece un concepto jurídico muy preciso. ¿No cometería delito de odio el Gobierno y sus secuaces, cuando denigran a Vox o al Partido Popular? ¿Aman, pongamos, Yolanda Díaz y María Jesús Montero a Abascal? ¿O le odian un poquito? Nuestra civilización jurídica ha vivido durante siglos sin el engendro de los delitos de odio. Podríamos sobrevivir algunos más. Y ahora, llegando al final, podría parecer que no he hecho justicia al título y que apenas me he referido a Pedro Sánchez. En realidad, no he dejado de referirme a él y a su hispanofobia.











