Pero alguien le dio la orden, es evidente
Luís Ventoso.- Álvaro García Ortiz, salmantino de 57 años, cuyo rostro de acero inoxidable guarda un curioso parecido con el viejo muñeco del abrillantador Netol, fue desde siempre un fiscal de significada militancia izquierdista. Es decir: un fan y servidor del PSOE, como Conde-Pumpido, una sumisión a las siglas que ahora se disfraza bajo el absurdo eufemismo de «progresista». De hecho, entre 2013 y 2017, don Álvaro presidió durante dos mandatos la Asociación de Fiscales Progresistas (repetimos: los fiscales del PSOE). Cuando ejercía como fiscal en Galicia, llegó incluso a participar en un mitin del Partido.
En noviembre de 2019, a Sánchez se le calentó la boca en una entrevista en RNE y se jactó de que la Fiscalía dependía de él. Dicho y hecho. En febrero de 2020, lo demostró con una decisión a lo sátrapa bananero: nombrar fiscal general del Estado a su mismísima ministra de Justicia, Dolores Delgado, por entonces novia y hoy esposa de otro clásico del izquierdismo judicial, el gran Balta, el exjuez prevaricador Garzón.
Lola es un personaje un tanto peculiar –dejémoslo ahí– y duró solo dos años en el cargo, que abandonó invocando problemas de espalda. Para sustituirla eligieron a un amiguete suyo, García Ortiz, con el que había coincidido en los círculos asociativos y amicales «progresistas» (léase de fámulos del PSOE). Ortiz le agradeció el detalle a Lola intentando enchufarla por dos veces con sendos dedazos, unas promociones arbitrarias y favoritistas que fueron tumbadas por el mismísimo Supremo. En realidad aquel comportamiento nepotista debería haberle costado ya el puesto a Ortiz.
En junio del año pasado se conmemoraron diez años del reinado de Felipe VI. En un acto en un salón del Palacio Real, el protocolo sentó al fiscal detrás del matrimonio Sánchez-Gómez. Begoña, muy jovial y encantada de conocerse, acababa de ser imputada por corrupción en los negocios y tráfico de influencias. Ortiz se levantó como un resorte al ver a su jefe (Sánchez) y a la imputada. Tendió sus brazos hacia ellos por encima del respaldo de las sillas, dedicándoles una sonrisa tan repleta de dicha que no le cabía en su ancha cara. Gómez y Sánchez le devolvieron el saludo con idéntica efusión. Aquella estampa denotaba una notable intimidad entre ellos, como si fuese el encuentro de unos viejos amigos de barbacoas.
Tres meses antes de aquel cordialísimo saludo en el Palacio Real, García Ortiz ya había cometido la supuesta tropelía por la que ahora le piden seis años de trena por revelación de secretos. En la tarde-noche de un domingo de marzo, el fiscal general del Estado se dedicó a remover Roma con Santiago, al borde del ataque de nervios, para intentar buscar un material sobre el caso del novio de Ayuso que aquella medianoche acabó filtrado –oh casualidad– en medios afines al PSOE.
Todo se produjo además en el contexto de una enconada pelea política entre Ayuso y Sánchez, a bofetada dialéctica limpia desde la pandemia. Además, una vez que supo que tenía a la Guardia Civil tras su cogote por el caso de guerra sucia política, Ortiz borró de manera chapucera los mensajes de su móvil y su ordenador, como si fuese un mangui que trata de destruir pruebas a toda leche.
Explicado todo esto, llega ahora el momento en que Hércules Poirot, el afamado y agudísimo detective belga, reúne a los implicados en la biblioteca de la mansión y les hace unas cuantas preguntas para resolver el caso:
-¿Quién nombró a Ortiz? Sánchez.
-¿Quién alardeaba de que él mangonea al fiscal? Sánchez.
-¿Qué partido cuenta con las simpatías políticas de Ortiz y a quién sirve en todas sus actuaciones? Al PSOE de Sánchez.
-¿Qué interés personal tenía Ortiz en movilizarse repentinamente en una noche de domingo para buscar material sobre el novio de Ayuso con el objeto de perjudicarla políticamente? Ninguno, tuvo que existir una orden superior que lo movilizase.
-¿Y qué interés tenía la Moncloa en desacreditar a Ayuso aprovechando los problemas fiscales de su novio? Pues muchísimo, por un doble motivo: porque le venía bien como cortina de humo para tapar los casos del PSOE y de los familiares del presidente y porque Sánchez tenía a Ayuso entre ceja y ceja (y viceversa), con un odio visceral hacia ella.
-¿Estamos, por tanto, ante un caso de guerra sucia política en el que el fiscal fue el instrumento de un actor superior? Evidentemente.
-¿Y quién fue ese actor superior?
Ante esa pregunta, el inteligentísimo Poirot se atusa los bigotes y con una sonrisita irónica se limita a musitar: «¿De quién depende la fiscalía? Pues eso».
Caso resuelto. De ahí que no deje caer a Ortiz a pesar del increíble absurdo que supone tener a un fiscal general en ejercicio sentado en el banquillo de los acusados, algo que no ocurriría ni en Burkina Faso, antiguo Alto Volta.











