El fiscal general era una herramienta de La Moncloa
El procesamiento del fiscal general del Estado por un gravísimo delito que, de confirmarse, podría comportar penas de hasta cuatro años de prisión, no debe desviar la atención sobre la deleznable naturaleza política que tiene el caso.
Álvaro García Ortiz ha sido la inadmisible herramienta desplegada para derribar a un adversario político, con una operación siniestra que sin duda tuvo que ser orquestada desde La Moncloa: allí llegaron los correos recopilados por el fiscal general, y de allí salieron hacia la Asamblea de Madrid para su explotación pública, algo a lo que se negó el entonces líder de los socialistas madrileños, procediendo a depositar las pruebas ante notario y, a continuación, perdiendo el cargo en favor de Óscar López, hasta entonces en el gabinete presidencial desde el que su predecesor recibió el expediente del novio de Ayuso.
Solo el borrado de sus mensajes, perpetrado por García Ortiz para obstruir la acción judicial y proteger a sus mentores, explica seguramente que las imputaciones no hayan llegado hasta La Moncloa, pero a la vez confirman el verdadero objetivo de un montaje incompatible con una democracia sana.
Porque es evidente que González Amador, un ciudadano corriente cuyos problemas fiscales siguen su curso y no derivan de su relación afectiva posterior, no tendría la más mínima importancia para alguien de su magistratura de no poder ser la burda excusa para intentar destruir a un adversario.
Y aceptar esto es muy peligroso, pues supone asumir que Sánchez puede patrimonializar las instituciones del Estado a su antojo, pervertir sus funciones y adaptarlas a sus intereses, derribando en el viaje el sistema de garantías, la separación de poderes y la esencia misma del Estado de derecho.
El fiscal general del Estado es indigno del cargo, denigra la institución e invalida sus futuras decisiones, extendiendo una mancha de duda sobre todos sus compañeros y subordinados; pero define a la perfección la idiosincrasia del sistema político impuesto por Sánchez.
Una sumisión del Estado a sus objetivos, un uso espurio de sus atribuciones y un deseo manifiesto de impunidad para sí mismo, completado con una persecución intolerable de los contrapoderes y de la disidencia.
Admitir que vale todo para acabar con un adversario incómodo equivale a anular los pilares de la misma democracia. Y frente a ese desafío, no debería haber colores ni banderas ideológicas: lo haga en nombre de unas siglas o de otras, hay que oponerse con ferocidad democrática y sancionar a quien lo intente.
Especialmente en el caso de un presidente que ya se ha saltado todos los controles de calidad constitucional, gobierna con una mayoría artificial y extorsionadora, carece de presupuestos y convierte en juguetes sectarios todo lo que toca: sea el Tribunal Constitucional, el CIS, el Congreso o, desde luego, la Fiscalía General del Estado.












