Perder la identidad
Carlos Marín-Blázquez.- Hay un fluir de la historia que nos ha conducido hasta donde estamos. Hay una lengua (a veces más de una) que nos permite hacer a los demás partícipes de nuestro mundo. Hay un depósito de costumbres y creencias que llamamos tradición, y unas instituciones que fueron creadas para su salvaguardia. Hay acontecimientos que, por sus repercusiones emocionales y su impacto masivo, nuestra memoria reconoce como hitos de un mismo itinerario sentimental. Y hay un paisaje sobre el que podemos desplazarnos sin sentir que somos extraños. La totalidad de estos elementos compone un sustrato de certezas básicas al que, en el plano de lo colectivo, llamamos identidad.
Por descontado, poseer una identidad nos provee de un sentimiento de pertenencia. Se trata de una vinculación que opera en dos sentidos. Por un lado, nos sabemos concernidos por todo aquello que acontece en nuestro ámbito de inclusión, lo que, en los períodos de crisis, nos sume en el desasosiego y agrava necesariamente nuestra angustia. Pero por otro lado, nos resulta gratificante y es uno de los puntales mayores de nuestra estabilidad psicológica tomar conciencia plena de que existe algo de lo que, sin necesidad de renunciar a los matices propios de nuestra idiosincrasia, formamos parte.
Perder la identidad significa haber sido desposeído de todo lo anterior. Con la pérdida de la identidad colectiva desaparece también la conciencia del arraigo. Cada individuo se convierte en un ser a la intemperie, un nómada espiritual, una pieza intercambiable en el descomunal engranaje económico que mueve el mundo. No hay pasado en el que reconocerse ni futuro hacia el que pueda orientarse el esfuerzo común. Hay sólo un presente líquido, hecho de penuria existencial y desconfianza hacia el otro, a quien ya sólo se mira como un competidor o una amenaza. Y un espacio arrasado por el furor de la discordia.
¿Y qué es un desarraigado? Alguien al que se le puede arrebatar todo. Primero se le vaciará de su sustancia íntima, de las virtudes y lealtades que dieron forma al mundo de sus ancestros, y luego, con su voluntad mutilada, degradado a la condición de un paria al que el veneno de la ideología habrá privado de la capacidad de ver las cosas desde el prisma del bien común, aceptará malvivir a base de la migajas que el sistema le proporcione.
La precariedad, pues, es la condición natural del desarraigado. Aquel que ha dejado de saber quién es en realidad, aquel que no siente que pertenece a algo más grande que sí mismo, y por lo que merece arriesgar su comodidad y su estatus, ya no encuentra nada que defender, salvo la mustia parcela de un bienestar cada vez más exiguo.
La pérdida de identidad es la culminación de un proceso que se nos impone desde arriba. Lo fomenta un poder, amalgamado de intereses políticos y financieros, que destruye los lazos comunitarios en nombre de un universalismo abstracto y biempensante. Crea sociedades débiles, sin capacidad de sacrificio ni esperanza en el porvenir, que acaban resignadas a su propia extinción. Juega, si así le parece conveniente, con el caos que desata una política de fronteras abiertas que, bajo la cobertura de una retórica humanitaria y cosmopolita, se utiliza como herramienta de explotación económica, instrumento de desestabilización social y arma de disolución cultural y antropológica.
Pero sucede que los países no son simples contenedores que se puedan llenar de gente por la vía de urgencia y de manera masiva e indiscriminada. Las sociedades son, al menos para la porción de la ciudadanía que aún se resiste a la labor de demolición que auspician las clases dirigentes, organismos dotados de matices propios, complejos en sus desarrollos internos, altamente sensibles a las bruscas transformaciones que, en un breve lapso de años, han convertido Europa en un delirante laboratorio de experimentación social.
La mentalidad apátrida que exhiben las clases privilegiadas, precisamente aquellas que nunca sufren las consecuencias de los embustes demagógicos con los que justifican sus políticas, es incompatible con la realidad diaria de las personas sencillas que viven a pie de calle. De ahí la necesidad de doblegarlas. De ahí que conseguir que renuncien a su identidad en nombre de un puñado de ideales fraudulentos y amedrentándolas mediante las descalificaciones injuriosas a las que suele recurrir el infecto aparato de propagandistas al servicio del poder, constituya el requisito necesario para desembocar en un mundo en el que ya sólo prevalecerá la voluntad despótica de los fuertes.











