Torre Pacheco y la liturgia multicultural
Alba Vila.- Ser mujer y escuchar cómo ciertas voces, y muchas de ellas autodenominadas feministas, se lanzan en defensa de los agresores, y no de las agredidas, resulta tan indignante como revelador. La última prueba de esta cansina perversión ideológica ha tenido lugar en Torre Pacheco. Un municipio murciano que, lejos de ser un caso aislado, se ha convertido en el espejo de una España en la que el Estado no sólo ha perdido el control, sino también la vergüenza.
Hace ya más de una semana, Domingo, un hombre de 68 años, fue brutalmente agredido mientras paseaba. No cometió crimen alguno, pero su agresor le propinó una paliza por diversión. Un joven magrebí que huyó y fue detenido en el País Vasco antes de que emprendiera su huida a Francia. ¿Reacción institucional? Mínima. ¿Reacción política? Silencio. ¿Reacción mediática? Dependiendo del medio, la culpable parece ser la sociedad que «se radicaliza» y no quienes siembran el miedo. Una sociedad organizada para defenderse, porque la Guardia Civil tuvo que hacer frente al caos con seis agentes. Seis. Sus responsables pedían mesura y diálogo cuando los vecinos llevan años reclamando lo básico: vivir sin miedo. Pasear sin ser atacados.
Torre Pacheco ha sido estos días el espejo de Alcalá de Henares, Sabadell o Canarias. El fiel reflejo de lo que sucede en tantos otros lugares. Se multiplican los testimonios y denuncias de mujeres que no se atreven a salir solas por la noche. Madres que piden a sus hijas que se recojan antes del anochecer. Jóvenes que cargan con el peso del miedo en su propio barrio. Y aquí no hay ni manifestaciones feministas, ni pancartas moradas o ministras que, públicamente, se desgarran las vestiduras. Como cuando aquel beso que ensombreció el Mundial de fútbol femenino. Como el silencio posterior al encubrimiento del otro abanderado del progresismo de salón, Íñigo Errejón. Porque aquí está la clave: para una parte de la izquierda, hay mujeres que merecen ser defendidas… y otras que no. Y es que la vara de medir de ciertos sectores políticos y mediáticos varía según el origen, el color de piel o la nacionalidad del agresor. Hay que tener mirada intercultural, dicen.
España ha vivido durante décadas una inmigración que, mayoritariamente, se esforzó en integrarse, en trabajar, en respetar nuestras leyes y nuestras costumbres. Gente que vino buscando oportunidades y convivió sin tratar de imponer su visión del mundo. Pero eso ha cambiado. Y Marruecos, de forma evidente, está utilizando la inmigración ilegal como un arma política. Una guerra híbrida, sin tanques, pero con pateras; sin misiles, pero con menores sin documentación; sin soldados, pero con fronteras asaltadas; sin mujeres, pero con hombres que quieren someter a otras. El problema no es que haya inmigración. El problema es que muchos de los que entran ilegalmente, no sólo no se integran, sino que forman parte activa de redes delictivas. En algunos barrios de El Ejido, Algeciras o de Barcelona, la situación ya es insostenible. Hay varios puntos calientes en España por la evidencia de un Estado fallido que ha preferido mirar hacia otro lado durante años. La inmigración ilegal ha crecido, las integración en algunos casos ha sido inexistente y los problemas de seguridad han sido tapados bajo la etiqueta fácil del «racismo». Pero no es racista exigir seguridad. No es xenófobo pedir que quien venga a España respete sus leyes, sus normas y su gente. Un hombre que entra en tu casa y no respeta tus costumbres no es un invitado. Es un invasor, porque la hospitalidad solo es posible cuando hay un hogar que se respeta, no cuando se trata de destruirlo desde dentro.
La gran mentira es fingir que todas las religiones son iguales, especialmente cuando una de ellas predica que todas las demás deben ser sometidas. No lo digo yo. Lo practican sus ramas más radicales, y lo sufren las mujeres, los homosexuales, los cristianos y los disidentes en países donde esa doctrina se aplica sin filtros. Pero lo que está ocurriendo ya no puede silenciarse. Y cuando una mujer no puede caminar tranquila por su pueblo, o una madre tiene que acompañar a su hija hasta la puerta del colegio, no hay justificación posible. Tampoco excusa ideológica.
Ser mujer y no defender a esas mujeres es el fracaso más amargo de quienes dijeron venir a salvarnos. La liturgia del buenismo multicultural.











