El frenesí eurogay
Luis Ventoso.- El artículo que escribiré a continuación supone el summum de la incorrección política y me acarreará algún epíteto desagradable. Pero el asunto merece ser abordado, pues se ha vuelto omnipresente y se ha sacado de quicio.
Para quien quiera ahorrarse el resto, resumo ya mi tesis: con la homosexualidad se ha cumplido la ley del péndulo, pues hemos pasado del error de la criminalización y la persecución, que arruinó con crueldad la vida de muchas personas, a un exceso promocional en forma de campaña política. La izquierda, incapaz de ofrecer soluciones para los problemas reales de las familias, ha disfrazado su inanidad enarbolando nuevas banderas, entre las que destaca un énfasis histriónico en lo que llaman «la causa LGTB».
Aunque disfruto de la fortuna de poder ir caminando al trabajo, hace dos días cayó tal chaparrón sobre Madrid que tomé el metro. Al cruzar el torno de salida de la céntrica estación de San Bernardo resultó que obstaculizaban el estrecho vestíbulo dos maromos bien vestidos, de unos treinta años, que se estaban pegando un muerdo épico. Confieso que de manera instintiva me resultó desagradable. Mi reacción interior fue de aversión. ¿Soy un peligroso retrógrado? ¿Debo ser internado en algún campo de reeducación progresista por homófobo? ¿O soy solo una persona normal, con una reacción normal, y lo anómalo es lo otro?
En mis remotos días escolares ya había en mi clase un par de chavales que desde edad temprana resultaba evidente que se sentían atraídos por los congéneres de su propio sexo. Era su naturaleza, pero por ser «diferentes» soportaban abusos constantes, lo que hoy llamaríamos un acoso. A veces lo pasaban fatal. Esas formas de señalamiento y persecución son inadmisibles y por fortuna la sociedad las va superando. Cada uno es libre de sentir lo que le dé la gana y los demás debemos respetarlo, siempre que no interfiera con nuestro propio ámbito de libertad. Añado que, como todo el mundo, tengo amigos y conocidos homosexuales, cuya decantación se vive con naturalidad, sin los estigmas que en otros tiempos complicaban sus vidas, lo cual celebro.
Pero vuelvo a la ley del péndulo: entre la persecución y lo de ahora, la promoción activa de la homosexualidad por parte de las autoridades, debería existir un término medio. La izquierda está provocando un empalago gay. Por ejemplo, desde hace un par de lustros el festival de Eurovisión se ha convertido en una cumbre «eurogay». Un artista heterosexual que no haga guiños a «la comunidad LGTB+i» casi es visto como un friki y un reaccionario.
Empresas multinacionales añaden el logo arcoíris en sus anuncios. Capitales europeas organizan grandes fastos del «orgullo» homosexual (pero no hay orgullo alguno para los ancianos, solos y olvidados; ni para los niños, que son nuestro futuro; ni para las familias de clase media de hombre, mujer e hijos, que conforman el armazón de las sociedades). La presión de la llamada ideología «de género», que gracias a Trump -que algo bueno también hace- ya está en regresión en el primer país del mundo, provoca graves problemas de identidad a muchos niños y adolescentes. Por momentos incluso se da a entender que la homosexualidad supone un estadio superior y más moderno que la carca y sosa heterosexualidad.
El nuevo Papa, que dará disgustillos a un «progresismo» al que le había entrado un interés súbito por un catolicismo que en realidad detesta, acaba de expresar con cristalina sencillez lo que yo malamente he expuesto. Simplemente ha recordado que «la familia se funda sobre la unión estable del hombre y la mujer». León XIV añade además que esa pequeña célula familiar «es la verdadera sociedad, y más antigua que cualquier otra».
Me temo que estoy de acuerdo, y que me perdonen los ejércitos arcoíris. De hecho, todos los estudios al respecto concluyen tozudamente que lo que mejor sienta a los niños -desde su salud a su estado de ánimo, pasando por su rendimiento académicos- es la aburridísima y reaccionaria familia tradicional con un padre y una madre.











