Violencia política
Antonio R. Naranjo.- La estrategia la comenzó el propio Pedro Sánchez, ya hace meses, cuando utilizó la imputación de su esposa para esparcir la idea de que él, los suyos, su partido y su propio Gobierno eran objeto de una especie de cacería inhumana, de una violencia feroz agitada desde esa España contra la que levantó un muro.
Varios de los suyos alentaron esa burda teoría, según la cual toda acción judicial, crítica política o revelación periodística eran, además de un bulo o una conspiración, un acoso violento y personal contra un político al que no se aceptaba y, por ello, se podía y debía expulsar de cualquier manera y a cualquier precio.
Que el argumentario sea obsceno, infantil e incompatible con los hechos le da igual al actor y, lejos de remitir, ha crecido y se ha ramificado: de esa trampa bochornosa nace el impulso legislativo contra jueces y periodistas, y también los alaridos hiperventilados del orfeón que secunda todos los delirios de su patrón y los amplifica, en un tono ridículamente solemne.
Ya no hay día en que un contertulio de cabecera o un cargo del PSOE no suelte por esas boquitas cínicas la especie de que todo lo que pasa en España es violencia política, preconstituyendo un relato que legitime toda acción defensiva de la víctima de esa campaña, que es Sánchez, en nombre de una democracia amenazada que él por supuesto va a salvar como sea.
En cualquier otro momento de la historia reciente de España tendríamos que frotarnos los ojos si un dirigente político tuviera la osadía de proferir semejantes bobadas para escapar de la rendición de cuentas por sus escándalos, errores y fracasos; pero en el ecosistema clientelar generado por Sánchez con el dinero esquilmado a quienes no le votan para subvencionar a quienes le votan por mero interés, todo es posible.
Incluso que un presidente con media familia imputada, acorralado por episodios de negligencia sin precedentes como la pandemia, la dana, el apagón o el colapso ferroviario; sometido a un chantaje impúdico de partidos antisistema que le arriendan la Presidencia y deudor de un golfo legendario como Ábalos se permita transformar los contrapoderes democráticos de un Estado en herramientas perversas de una oscura conspiración y se lance en barrena a legislar para intentar dotarse de impunidad.
Pero si hay que hablar de violencia, hablemos. No está, desde luego, en la acción de los juzgados y de la prensa. Y tampoco siquiera en los frecuentes desprecios que sufre el personaje cada vez que pisa la calle, algunos de ellos ciertamente desagradables, pero también definitorios de un rechazo abrumador que un político decente entendería.
Donde está esa violencia, en realidad, es en el discurso germinal del propio Sánchez, en su apuesta peligrosa por resucitar las dos Españas, en la deshumanización de los partidos de la oposición, en la recreación de cordones sanitarios a todo aquello que le molesta, en el señalamiento de los votantes de otras formaciones, animalizados como orcos fascistas y, en resumen, en la división agresiva y premeditada de una sociedad que siempre ha convivido en paz y en armonía, salvo en el País Vasco y Cataluña, justo los dos lugares donde su radar de violencias se apaga o sintoniza con los responsables de alentarla.
A esa violencia conceptual se le añade, además, otra física bien vistosa: la que han sufrido en los últimos años, con distinta intensidad, el PP, Ciudadanos y sobre todo Vox, con reiterados incidentes de agresiones, apedreamientos y persecuciones que el Gobierno ha alentado por el método de no hacer nada al respecto, como si ese acoso fuera una legítima respuesta cívica a su mera existencia.
Violento, en fin, es negar la alternancia, criminalizar la disidencia, coaccionar al resto de poderes y azuzar la confrontación social; todo ello como mera bomba de humo para tapar la escena del crimen. Violencia, señor Sánchez, es usted.











