El caso Las Casas (I)
El asunto del trato a los indígenas preocupaba en España mucho más de lo que lo había hecho o lo haría luego, en cualquier otro imperio el trato a los pueblos sometidos, el derecho a cuya conquista rara vez se ponía en cuestión. En el caso hispano, la conquista se justificaba como medio de “llevar la luz del Evangelio” a los aborígenes y salvar sus almas, lo que difícilmente sería posible sin una previa conquista. Pero, ¿había derecho, de todos modos, a luchar contra unas poblaciones antes desconocidas y con las que, por ello, no existía conflicto inicial? Y por lo demás, ¿respondía al ideal evangelizador la conducta real de conquistadores y encomenderos?
Sobre el primer punto discurrió el dominico Francisco de Vitoria, uno de los pensadores europeos más destacados de su tiempo, profesor en las universidades de Valladolid y Salamanca y antes estudiante en París. Partiendo de la ley natural, Vitoria defendió la plena humanidad de los indios y su igualdad de derechos fundamentales con los españoles. Ello le codujo a negar validez al acuerdo de Tordesillas de reparto de medio mundo entre Portugal y España, autorizado por el papa, pues el papa no tenía potestad sobre tales asuntos. Como uno de los fundadores del derecho internacional, afirmó que la relación entre los pueblos debía basarse en el entendimiento y la ley, por lo que solo sería justa una guerra defensiva o contra una política contraria a los derechos naturales, y no por motivos religiosos o expansivos.
Con tales principios era casi imposible conceder legitimidad a la conquista de América. Había sin embargo una salida condicional: los derechos naturales (a la vida, la libertad, la propiedad, etc.) incluían el comercio, el mantenimiento de la paz y la difusión del cristianismo. Si los indios impedían esos derechos, podía hacérseles guerra. Al efecto Vitoria distinguió varios “justos títulos” para la presencia española en América: propagar el Evangelio, proteger a los indígenas bautizados contra los reacios, combatir los delitos contra natura, reinar el soberano de España sobre los indios, si estos lo aceptaban, aliarse con unas u otras tribus en las guerras entre ellas, rescatar a los naturales de su atraso.
Vitoria fue uno de los inspiradores de las Leyes Nuevas, pero otro muy destacado fue el fraile dominico Bartolomé de las Casas, partidario de abolir drásticamente las encomiendas. No lo consiguió, aunque sí su fin en un plazo relativamente corto (se irían reduciendo hasta prácticamente desaparecer en aquel siglo). Las Casas se convirtió en figura universal, pasando a la historia por su pequeño libro Brevísima relación de la destrucción de las Indias, que probablemente ya hacía circular en manuscrito un año antes de promulgarse las nuevas leyes y cuya influencia llega plenamente hasta hoy.
En esencia, el libro describe dos supuestas realidades, la de los indios y la de los españoles en América. Para empezar, traza una geografía fantástica. En La Española encuentra cinco reinos, uno con una vega de 80 leguas de sur a norte (más de 400 kilómetros, pues la legua castellana medía más de 5 kilómetros). La vega estaría recorrida por más de treinta mil ríos, unos veinte o veinticinco mil de ellos riquísimos en oro, y doce tan grandes como el Ebro; otro reino de La Española, también lleno de minas de oro y cobre, era él solo más grande que Portugal (90.000 km2; la isla suma 76.000); no detalla la extensión de los otros tres reinos, pero sugiere también su vastedad pues solo en una parte de ella podrían haberse construido más de cincuenta ciudades tan grandes como Sevilla; así, la isla no sería menor que la mitad de España. Calcula más de quinientas leguas “desde arriba del Darién hasta el reino e provincias de Nicaragua” (en realidad 350 kms). En el antiguo Imperio azteca los españoles habrían masacrado a la gente “en cuatrocientas y cincuenta leguas en torno cuasi de la ciudad de Méjico (…), donde cabían cuatro y cinco grandes reinos, tan grandes e harto más felices que España” (de ser cierto el dato, cabrían ocho Españas). Guatemala tenía “más de cien leguas en cuadra”. La isla de Trinidad era “mucho mayor que Sicilia” (en realidad es seis veces menor). Y la tierra firme descubierta superaría las ¡1o.000 leguas! de litoral…
Tampoco se anda con chiquitas en demografía. Las costas de tierra firme estaban “todas llenas como una colmena de gentes (…) que parece que puso Dios en aquellas tierras todo el golpe o la mayor cantidad de todo el linaje humano”; no había región que no estuviera “pobladísima”. El Yucatán “estaba lleno de infinitas gentes”. También Florida gozaba de “grandes poblaciones”. Las Antillas habían sido “las tierras más pobladas del mundo”, y solo las pequeñas islas Lucayas o Bahamas habrían alimentado a más de medio millón de indígenas. Centroamérica disfrutaba de “la mayor e más felices e más poblada tierra que se cree haber en el mundo”. Etc.
Estos datos desafiaban al sentido común y exigían una gran credulidad para ser aceptados, incluso entre quienes no hubieran salido de Europa. Una población se ve limitada por la disposición de recursos, las técnicas para explotarlos y las enfermedades epidémicas (secundariamente las guerras). Los territorios descubiertos por los españoles se componían en su mayor parte de vastísimas selvas con amplias zonas cenagosas, grandes cordilleras en general estériles, y regiones desérticas. Por las selvas vagaban pequeños grupos de cazadores y recolectores, y cualquier intruso se exponía a morir allí de hambre, al no conocer los puntos adecuados para obtener alimentos: de hecho gran número de españoles e indios civilizados murieron efectivamente de hambre al adentrarse en tales parajes. Por supuesto, no faltaban zonas fértiles y productivas, pero ni siquiera las civilizaciones azteca e incaica disponían de técnicas adecuadas para sacarles máximo rendimiento, al carecer del arado, los animales de tiro y la rueda. Por lo demás, suponer que sus únicas epidemias venían de fuera apenas llega al nivel de la tontería.
No era aquella fantástica superpoblación el único portento que contaba Las Casas, pues su urbanización deslumbraba aún más, si cabe: con las colosales riquezas de Nicaragua “era cosa verdaderamente de admiración ver cuán poblada de pueblos, que cuasi duraban tres y cuatro leguas en luengo”, por lo que se trataría de numerosas ciudades más grandes que cualquiera de Europa. Cosa normal teniendo en cuenta que la Nueva España disfrutaba de muchas urbes más habitadas, que “Toledo y Sevilla y Valladolid y Zaragoza juntamente con Barcelona”, de modo que “para andallas en torno se han de andar más de mil e ochocientas leguas” (casi diez mil kilómetros). Con “dos millones de templos”, además.
No menos maravilloso era el carácter de los indígenas, siempre “mansísimas ovejas”, “sin maldades ni dobleces, obedientísimas y fidelísimas”; las gentes “más humildes, más pacientes, más pacíficas y quietas, sin rencillas ni bullicios, no rijosos (…) sin rencores, sin odios, sin desear venganzas que hay en el mundo”; “Carecían de vicios o de pecados”; “Gentes muy bien dispuestas, cuerdas, políticas y bien ordenadas”; “No poseen ni quieren poseer bienes terrenales”; “No soberbias, no ambiciosas, no codiciosas”; “Limpios y desocupados, de vivo entendimiento, muy capaces y dóciles para toda buena doctrina”. Esta descripción tenía que dejar pasmados a los españoles de América, incluidos los frailes: el canibalismo, los sacrificios humanos, las feroces guerras intertribales, las flechas envenenadas de las que habían muerto muchos españoles, la poligamia de los caciques, las “guerras floridas”, la opresión de unas etnias sobre otras…, todo ello debía haber sido solo un sueño de los conquistadores. Según Las Casas, los indios vivían en un paraíso sin pecado original. Hasta la llegada de los españoles, claro.
Estas historias podían ser creídas en Europa si no se les aplicaba un mínimo de crítica racional, pero quienes conocían directamente el nuevo mundo sabían por fuerza que se trataba de mentiras a una escala de auténtica perturbación. Pues Las Casas no podía argüir ignorancia, ya que había vivido bastantes años en aquellas tierras y no era un ignorante, seguramente tendría alguna noción sobre métodos de cuantificación y medida. Por lo tanto es evidente que trataba deliberadamente de engañar a quienes permanecían en España.












Excelente exposición. Recuerdo del libro de texto de historia la referencia a Bartolomé de las Casas, descrito como hombre bueno, caritativo y justo. Su recuerdo lleva siglos gozando de esta fama. Ya vale.