Un militante de Podemos posando con Armando Robles en la campaña para las elecciones municipales en Málaga.

A. Robles.- Debo comenzar dando las gracias a las miles de personas (en sentido literal) que directa o indirectamente me han hecho sentir el afecto sincero y cercano durante estas últimas horas. Permítanme que entre todos esos testimonios transcriba el que me fue enviado por un octogenario español con muchos años de residencia en México: “Sepa que muchos católicos españoles le encomendamos para que no vacile su fortaleza, y nos sirva de ejemplo”. Lo que todos ustedes me han hecho sentir estos días no es otra cosa que la confirmación de que lo que estamos librando no es una lucha ideológica, sino más bien una disputa encarnizada entre el bien y el mal, que conturba de un modo dramático la historia reciente de nuestra patria. En el trasfondo de cada batalla, cualquiera que sea el pretexto para emprenderla, se esconde un enfrentamiento moral. En nombre de la libertad de expresión, puede mostrarse a un sodomita utilizando un crucifijo como un símbolo fálico, o a uno de los protagonistas de la serie “La que se avecina” haciendo chistes escatológicos sobre la paloma y la Virgen María, pero no puede tolerarse ni permitirse que dos ilustres sacerdotes españoles -amparados en el ejercicio de su libertad expresiva por este servidor- nos adviertan del peligro del islamismo en su versión más extremista o cuestionen la naturaleza económica de la llegada masiva de inmigrantes a territorio español.

Sucede esto cuando gobierna un partido apoyado por dirigentes que exaltan las “virtudes” de terroristas y hacen llamamientos a la insurrección violenta desde algunas instancias estatales. Todo lo cual me lleva al convencimiento de que los hacedores de este sistema suman a sus excrecencias morales la de atropellar al débil y observar una actitud de cobarde respeto frente al poderoso que les ofende y amenaza.

No cabe duda de que el ataque a mi humilde persona, mi exposición a la ira asesina de los cientos de fanáticos islamistas que pululan libremente por España, pone de relieve, por su gravedad y extensión (hasta más allá de nuestras fronteras), que el misterio de la iniquidad actúa a fondo en nuestro tiempo, contando para conseguir el mayor de los éxitos, con la colaboración, o el silencio de muchos que se proclaman patriotas.

Lo que más me preocupa y me hiere es el doble rasero que se ha instalado en las instancias que tutelan nuestra libertad y la controlan a su antojo. ¿Qué deudas existen, extramuros de la opinión ampliamente compartidas por centenares de miles de españoles, con comunidades que, pese a carecer de arraigo en nuestra patria, ejercen el poder de limitar por unas horas mi libertad?

Ha sido magnífica la reacción de los fieles amigos que prestigian AD al tenerles como lectores y participantes. Pero no es suficiente. Vivimos en un Estado que da distinto tratamiento jurídico a supuestos idénticos; que establece que la libertad de ofender a los católicos debe sobreponerse a la de cuestionar determinados supuestos sobre la benignidad de algunas creencias importadas. El precio a pagar por el ejercicio de la libertad varía en atención a lo que las circunstancias políticas requieren, con todo el riesgo que lleva consigo a los que la ejercemos en defensa de los principios por los que incluso vale la pena morir.

La libertad de expresión se limita en el caso de los que no damos validez a muchos de los dogmas y mantras que conforman la corriente del pensamiento único; pero en esa misma libertad de expresión se apoya la autoridad para no impedir que la mitad de los españoles estemos siendo permanentemente vejados y criminalizados por la otra media.

Tendrán que matarme si quieren imponerme el silencio.