La insurrección catalana triunfará este otoño. Y España habrá dejado de existir
Gabriel Albiac.- De las Memorias de ultratumba, recupero esta acotación sobre el voluble decurso del tiempo. ¿Cómo se puede vivir en momentos frenéticos? «Antes, leía yo las perturbaciones sociales de los distintos pueblos y no concebía cómo había sido posible vivir en tiempos tales». Pero, una vez cruzado el vértigo de lo ignoto, se abre otro mundo. Fascinante en su inicio. Aun cuando acabe, al fin, por ser monótono. Como todo. Esos momentos «producen una reduplicación de la vida en los hombres. El choque del pasado y el porvenir forman una combinación transitoria que no deja un momento al aburrimiento. El género humano en vacaciones pasea por las calles». La monótona oscuridad –de cuyo «río de sangre» Chateaubriand no nos exime– vendrá luego.
«Las grandes perturbaciones…». A esta del 2018 español no sería justo llamarla grande. Pero es que cada época se perturba a su medida. Y la nuestra es canija. Hace hoy dos meses, un presidente del gobierno –yo envidio la precisión británica que llama a eso un primer ministro– subía a la tribuna y trituraba al bisoño incompetente que ejercía –para escándalo de los seniors de su partido– la oposición parlamentaria. Cuatro horas después, el triturador era triturado, en un vuelco táctico magistral de PdeCat y PNV. Sin dilación, las reglas de juego se trastrocaban. Ante todo, las reglas con las que fue jugada, en el último año, la partida de póker con mayor envite de la España reciente: la secesión de cuatro provincias en el nordeste. Y fue abierto uno de esos vórtices que, dice Chateaubriand, hacen perder el sentido del tiempo y, con él, el de los hombres: ese momento en el que «perder de vista a alguien durante veinticuatro horas es no estar ya seguro de volver a verlo». El tiempo del tiempo descodificado.
Hemos visto, en dos meses, más de lo que la política nos da a atisbar en sus largos períodos normalizados. No hablo, desde luego, de nombres de ministros intercambiables, de programas que nadie cumple, ni a izquierda ni a derecha, de medidas sociales o económicas acerca de las cuales sólo decide Bruselas. Hablo de un extinguirse de símbolos e identidades, en el cual la nación misma apenas sí es ya identificable. Los autores del más grave golpe de Estado desde 1936 son hoy interlocutores únicos del Gobierno. Y lo son desde una posición dominante: la de quienes poseen los escaños necesarios para mantenerlo o derrocarlo. Es cierto que algunos de ellos siguen en la cárcel. Es igual de cierto que la mayor parte de los implicados en el golpe no pisó la celda y continúa ostentando sus poderes. Lo es más aún que, a los que huyeron, los servicios del Estado les proveyeron la fuga.
Ahora aguarda el desenlace. Sánchez trasladará a Cataluña a esos pocos presos, que serán allí aclamados como héroes. La insurrección –por vía institucional o violenta, da lo mismo– triunfará este otoño. Y España habrá dejado de existir. Las agujas del reloj giran en el vértigo de un fleje roto. Felices vacaciones. Septiembre está a la vuelta.
Si eso ocurre, será porque se ha dejado que ocurra.