A. R.- La ejecutoria de Pedro Sánchez como líder del PSOE está siendo un constante paseo por el despropósito y la cuchufleta. Como el perro del hortelano, Pedro Sánchez no aspira a gobernar (entre otras cosas porque le resultaría aritméticamente imposible), tampoco quiere (o al menos eso dice) que hayan terceras elecciones en menos de un año, y termina de conformar la cuadratura del círculo al bloquear cualquier intento de que gobierne el único partido que, guste o no, puede hacerlo. Por desgracia, los españoles recogen ahora los amargos frutos de un Sistema político que ignora a los mejores y aupa a indigentes mentales como Sánchez. Todo ello ha producido esa oxidada, ineficiente y corrompida maquinaria de los partidos. La secuencia de Pedro Sánchez rebajando el suelo electoral de su partido elecciones tras elecciones, apelando otra vez al fantasma de las dos españas, el descubrimiento de que un tipo así coloca su supervivencia política por encima de los intereses generales, nos presentan el peor diagnóstico de una enfermedad que Sánchez, con su inutilidad y sectarismo, ha terminado por convertir en crónica.

Su pretensión de perpetuarse en el cargo a cualquier precio y la estupidez conceptual de su discurso se completa con sus aires de jefe de planta del Corte Inglés. El drama del PSOE es tener a un personaje así al frente del partido. El drama de España es depender de lo que decida un personaje tan rufianesco, al que sería una pura pérdida de tiempo tratar de asociar a cualquier estadista serio y decente. Que no rebuzne supone la mejor constatación de que Dios es bueno.

Lo dije antes de las elecciones del 26-J y lo mantengo hoy. Me siento tan defraudado por el Partido Popular como posiblemente la mayoría de los lectores. Lo peor que cabría decir de Mariano Rajoy es que, habiendo podido demoler la infausta obra de ingeniería social de José Luis Rodríguez Zapatero, cuyas consecuencias tanto nos han afectado, no sólo no lo ha hecho sino que la ha consolidado y prolongado. Tener que apostar por un partido supuestamente de derecha para que siga aplicando el proyecto ideológico de la izquierda, me parece la cosa más absurda para un votante conservador. Ello me obligaría, y a falta lamentablemente de una alternativa patriota fiable, a faltar nuevamente a mi cita con las urnas si se repitieran elecciones. Por coherencia sobre todo con lo que aquí he defendido y alentado.

Pero que la labor del PP merezca mi más severo correctivo en nombre de todos esos principios humanísticos que aquí hemos defendido, no significa que esté dispuesto a pegarme un tiro en el pie para contentar a los enemigos de mi nación y de mi pueblo. Que el PP merezca nuestra unánime reprobación no significa que lo que tiene enfrente, o supuestamente a su derecha, pueda constituir ni remotamente una saludable alternativa para nosotros. Si malo es lo uno, lo otro es muchísimo peor aún. De no ser por lo que puede suponer la llegada al Gobierno de personajes tan infames como Sánchez, Iglesias o Rivera, que literalmente pueden hacer tabla rasa con todo lo que merece la pena conservar y ser conservado, la cuestión tendría un matiz enojoso, pero no sería tan dramático para nuestro futuro. Si me opongo al PP es por razones de fuerza moral, pero no por hacerle el juego a los que en última instancia pretenden cuartear nuestra vieja patria, diluyéndola territorial, cultural, moral y demográficamente para ponerla en manos de quienes llevan siglos intentando destruirla.

Bajo tales premisas le pido a Rajoy que no caiga en la trampa de Pedro Sánchez al pretender arrastrarlo a una sesión de investidura que sería completamente estéril de cara a lo que reclaman a gritos millones de españoles.

Rajoy se la juega. Su futuro está condicionado indefectiblemente a la forma como se acometa en las próximas semanas la gran tarea de ser contemplado como una eficaz alternativa al actual vacío de poder, de tal suerte que logre modificar, mediante hechos, la percepción de quienes aún muestran dudas sobre su capacidad de liderazgo. Pienso por tanto que lo mejor para España y también para Rajoy es una nueva convocatoria electoral. Sacar adelante su investidura sin acuerdos estables que garanticen la puesta en marcha de un programa de gobierno, sometido al permanente bloqueo del resto de la cámara, representada por lo peor de lo peor de la sociedad española, supone no sólo una irresponsabilidad, sino un acto de suicidio. Con Albert Rivera ofreciéndonos ya el peor reflejo de su naturaleza engañosa y larvada, con los de Pedro Sánchez deseando torpedear cualquier medida, en estrecho consorcio con podemitas y separatistas, no le queda otra alternativa que una nueva llamada a las urnas. Puede que esta vez no cuele la apelación al “mal menor” frente a la izquierda radical, pero la invocación al “mal menor” frente a Sánchez y Rivera, si ese mal menor consiste en acabar con las carreras políticas de ambos, puede que sirva de galvanizador de más votantes de los que el PP cree. Conozco a muchos socialistas que están hasta el gorro de tanta intransigencia de Sánchez y que darían a Rajoy el punto que necesita para ganar el partido.

Porque lo de Pedro Sánchez no es construir ni organizar, sino apretar los dientes y reducir a cenizas la poca dignidad que le va quedando a su partido. Y ya se sabe que lo malo de un líder político no es que sea tonto, sino que lo aparente.

Como estrategia política para Rajoy, insisto, la de convocar elecciones es sin duda la mejor. La perspectiva de perder de vista a Sánchez y a Rivera constituiría uno de los mayores alicientes que nos hayan deparado estos ocho meses. Pero sobre todo, le daría el gusto, hasta a los más escépticos con su gestión, de poder corear a grito pelado, la noche electoral: “¡Pedro, jódete!”.