Todo sea por el porcentaje
MH.- Aquí donde me ven, desde siempre he profesado una especial simpatía por la iglesia de Santiago. Y no porque allí se bautizara Picasso, ni por las imágenes que atesora, sino porque ante su altar se casaron mis padres. Sospecho que la mayoría de los malagueños tienen un motivo para mirar con buenos ojos este templo, ya que serán otros tantos los que guarden historias vinculadas con el mismo. Si a eso le añadimos su cualidad patrimonial y su papel de vértice en la articulación del Centro histórico, lo razonable (con perdón) sería que una ciudad como Málaga prodigara cálidos mimos al edificio y demostrara un especial empeño en su preservación.
Dado que el discurso demagógico está a la orden del día, conviene apuntar que cuando escribo Málaga no me refiero a sus políticos, sino a todo bicho viviente que campe por sus pagos. La recuperación de la fachada antaño encalada significó una buena noticia, pero ya ha llovido mucho desde entonces y las pintadas soeces representan una triste tónica en sus muros, sobre todo en el de la calle Santiago. El párroco, Paco Aranda, hombre culto y prudente, ha llevado con sabiduría hasta las redes sociales su personal combate para que las todavía muy necesarias reformas se realicen; y en su quijotesca empresa ha ganado adeptos, pero parece que no los suficientes. Las puertas de la iglesia se convierten cada noche de Feria en el urinario de los desalmados de siempre (ayer mismo pasé por allí a eso de las 17:00 y alguien acababa de hacérselo en la esquina), y a lo mejor habría que preguntarse qué clase de ciudad es la que permite esto.
El verdadero problema de la Feria del Centro es que, durante su celebración, a menudo se pierde la perspectiva de que el lugar en el que se desarrolla es una ciudad. Una ciudad con sus lugares, su(s) historia(s), sus trazados, su idiosincrasia, por no hablar de sus vecinos. Independientemente de lo que dicte el bando del alcalde y de la vulneración o no del mismo, la sede de la Feria del Centro no es una extensión anónima de terreno, sino un patrimonio que pertenece a quienes residen en él. Y lo que sucede, me temo, es que durante todo el año ni Málaga ni los malagueños son muy conscientes de esta condición. La ciudad se mira a sí misma como un rincón cualquiera, como si Teresa Porras lo hubiera puesto todo aquí ayer, y que alguien decida verter la priva consumida y depurada en sus emblemas urbanos parece no doler bastante; lo bastante, al menos, como para tomar medidas después de la primera noche. Posiblemente, si Málaga fuese una ciudad bien conocida por los suyos (dice el clásico: conocerse es empezar a quererse), un tipo, malagueño o no (es indiferente), que decidiera aliviarse de esta manera lo tendría mucho más difícil. Pero mientras Málaga siga siendo un asunto ajeno incluso para los suyos, la Feria del Centro continuará regalando su más nauseabunda esencia. Y ya puede De la Torre poner a la Policía Montada del Canadá, si quiere, a las puertas de Santiago.
Eso sí, siempre se pueden tomar medidas drásticas. Hace unos años, las autoridades de Calcuta decidieron ponerse serios para frenar la costumbre, milenaria entre los varones indios, de hacer sus cosas en la calle. Para frenar la micción general, los señores del Gobierno local optaron por plantar en las paredes de los lugares más castigados el símbolo santo del Om. Y la actuación resultó definitiva: los elementales meones, cohibidos por el respeto que imponía aquella imagen, decidieron de un día para otro reservarse y practicar lo suyo donde Dios manda. Así que igual resulta interesante llenar las calles del Centro en Feria de azulejos del Cautivo y de escudos del Málaga, a ver qué pasa.
En cualquier caso, admitir todo este atraso a estas alturas resulta tristemente sintomático. A menudo los proclives al pacto me comentan que resulta absurdo llevarse ahora las manos a la cabeza, que qué se puede esperar, al cabo, de la Feria de Málaga, sino lo que hay. Y entonces pienso que, si se legitiman las orinas en la puerta de la iglesia de Santiago porque es Feria, de igual modo, y a tenor de la misma lógica, habría que respetar que le prendieran fuego. Es justo lo que predicó el Calígula de Albert Camus. Y, maldita sea, tiene razón. La ecuación es sencilla: si se puede montar una fiesta en el Centro de Málaga sin que éste resulte salvajemente agredido, sea; pero si resulta imposible, bien por incapacidad o por desgana de los responsables, lo más natural sería prescindir de ella y concentrarlo todo en el Real. El problema, claro, es que mientras los entusiastas sigan acusando de traidores y prosevillanos a quienes se duelen de ver lo que ocurre cada noche, habrá que ver quién es capaz de llevar a cabo tan impopular cirugía.
Total, que mientras escribo estas líneas tengo justo aquí abajo de mi ventana en la redacción, en la calle Salinas, a una cuadrilla de energúmenos jovencitos, borrachos como centellas y vestidos con camisetas uniformadas, que cantan a voz en grito un repertorio integrado por luminarias como Obí, Obá y Macarena. Alguien, al parecer, se ha acercado a recordarles que por aquí vive gente, y una chica de la pandilla, muy simpática y espabilada, le ha soltado al entrometido, con la amabilidad que pueden imaginar, lo que sigue: “Pues que se jodan”. Antes, al menos, había en el mismo lugar una murga con guitarras y bandurrias, presidida por un señor tocado con una peluca rosa que iba sacando a bailar a todo el que veía sentado, cuyo programa incluía temas de Raffaella Carrá.
Efectivamente, la jornada de ayer repitió en cuanto a afluencia las constantes del jueves y los desmadres fueron más o menos idénticos: turistas asustados primero y encantados después con la efusividad de las pandas de verdiales, grupos de señoras vestidas de gitana bailando con gracia cualquier cosa que escupieran los amplificadores de la Plaza de la Constitución, sirenas de la Policía y las ambulancias hasta bien entrada la noche, un caballero que pedía en la calle Granada un hombre (“¡Un hombre, a mí!”) capaz de abrir una botella de Cartojal que se le resistía, el maltrato sistemático a los árboles de la calle Cárcer (“Nove cómo aguanta”, señalaba ayer una adorable Hello Kitty de no más de quince años mientras agitaba el pobre tronco frente a la pizzería La Romántica como si fuesen a caer peras), discípulos de Atila embriagados de júbilo y metidos en todas las fuentes, un africano que repartía a destajo en la calle Comedias pasquines promocionales de cierto profesor capaz de sanar el mal de amores, la turbamulta que volvió a dejar la Plaza de los Mártires hecha una verdadera pena, los cow-boys que convirtieron Mitjana en un charco mucho después de las 19:00, un Gargantúa pimplado de fino que se las daba de listo con las Rimas de Bécquer en la Plaza del Siglo y un Pantagruel que a pesar de la cogorza se empeñaba en hacer el pino en un banco de la Plaza de la Merced con un perrito del Guanche en la mano izquierda.
El alcalde ya dice que la Feria es un éxito, así que ya saben: como dicen los judíos cada Pésaj, “El año que viene, en Jerusalén”.