Siguen adelante con su desafío secesionista y no hay día en el que dejen de cuartear la autoridad del Estado en Cataluña. Y lo hacen porque no tienen a nadie que les haga frente con la contundencia y la falta de miramientos que exigirían la gravedad del momento político presente. Los nacionalistas catalanes no son mejores ni peores que quienes han llevado al Estado a su actual proceso de desintegración. Los que otorgaron a las regiones la facultad de moldear su propio destino no supieron prever las consecuencias y, por consiguiente, no tienen hoy derecho a la lamentación. Los llamados políticos constitucionalistas encontraron en el voto la panacea contra todos nuestros males. Fueron Aristóteles y Platón –no yo– quienes acuñaron el concepto de “tiranía de la mayoría”, para señalar uno de los peligros de la democracia. El concepto puede hallarse en cualquier diccionario elemental de teoría política, que siempre es bueno consultar para no poner en boca ajena simplezas propias. Una mayoría llevó a Zapatero al poder y sancionó de esa forma el desastre.

A quienes siguen mis opiniones no debo decirles que mi confianza en los políticos y en los representantes de las instituciones del Estado es la misma que podría tener hacia los integrantes de una banda de cuatreros. No hay indicios sobre los que podamos albergar la más mínima esperanza acerca de una respuesta enérgica del Gobierno español a los que pretenden trocear España. Mariano Rajoy es un contumaz traidor, un vago impenitente, un inútil vocacional, un cabrón malnacido que transita por la vida política sin estética ni decencia.

La crónica del momento presente no es sino la culminación del cúmulo de traiciones y cesiones que fueron negociadas durante la Transición mierdocrática por los herederos de los vencedores del Alzamiento nacional.  Solo el Ejército contaba entonces con la legitimidad social necesaria para haber alentado un cambio de rumbo. Muchos de los altos mandos uniformados antepusieron su lealtad al Rey perjuro antes que a España. Sostenía recientemente el coronel Alamán que la intervención del Ejército debería producirse cuando la amenaza secesionista constituyera un hecho irreversible. Y lo es, tanto que a esa amenaza ya le ha sido puesto fecha nada menos que por el segundo partido del Parlamento de Cataluña en número de representantes: septiembre del 2014. Por consiguiente, ya solo nos queda confiar, más por necesidad que por otra cosa, en la facultad legal que la Constitución española de 1978 concede a las Fuerzas Armadas para preservar el orden constitucional y la unidad del territorio nacional español.

Inevitable que nos refiramos a la posición del Rey. Si el Rey ha representado en algunos momentos una esperanza para muchos, en punto a la continuidad del proyecto histórico de España él tiene más que decir y más que perder que cualquier otro español. La Monarquía española se la juega en Cataluña. Impensable que un Borbón pueda seguir siendo jefe del Estado español si al final ese Estado sufre la segregación de una de sus regiones. El futuro de los Borbones está condicionado indefectiblemente a la forma como se acometa en los próximos meses la gran tarea de poner fin al desafío de los separatistas catalanes, de tal suerte que logre modificar, mediante hechos, la realidad cotidiana de una nación en serio riesgo de ruptura. Es acaso el único servicio que los Borbones hagan a España a lo largo de la aciaga (para España) historia de esta dinastía, siempre fuente de males y nunca cauce de soluciones.

Por lo demás, tampoco los españoles están reaccionando bien a los embites del separatismo catalán. Salvo las voces vocingleras en tertulias y foros de internet, lo habitual es la indolencia de los ciudadanos. En otros tiempos, millones de españoles habrían organizado una marcha patriótica a Cataluña para poner tasa a los desvaríos de los separatistas. O mismamente impedido la circulación de productos catalanes por las carreteras españolas. Hasta habrían sido capaces de alterar con sus propias manos el cauce natural del río Ebro. Mucho tienen que agradecer los separatistas catalanes que la ingeniría social haya hecho el prodigio de transformar un pueblo de lobos en un gigantesco rebaño de masa lanar. Solo los lectores de AD parecen ser los únicos que escaparon a tiempo de esa berreante manada.