DT.- Alberto (nombre ficticio, como todos los del reportaje) tiene 55 años y no recuerda cuanto tiempo hace que vive en la calle. Es de Vilafranca del Penedès y tiene una pensión de 370 euros que, según sus palabras: «no me da ni para pipas». En las últimas semanas se le puede ver pidiendo dinero en Tarragona. Lo llamativo es que no se ubica en la Rambla o en los alrededores del Mercat, sitios más céntricos, sino en la Avenida Roma. Dice que está aquí, en parte, porque es más tranquilo y porque en el resto de la ciudad hay más indigentes, especialmente extranjeros.

Alberto es apenas una de las personas que ejercen la mendicidad que hay en la ciudad. En un recorrido la semana pasada ubicamos al menos doce personas en tantos puntos diferentes. Muchos de esos puntos ya no se circunscribían a los lugares más ‘solicitados’ , sino en otras zonas como Higini Anglès, Ramón y Cajal o Prat de la Riba.

No siempre se interviene

No es fácil saber cuántas personas se encuentran en esta situación. La Guàrdia Urbana no considera que el número de mendigos haya aumentado. Aunque aclaran que no se interviene en todos los casos, sino cuando hay quejas ciudadanas o cuando los propios agentes se percatan de que hay una situación que pudiera ser delito (ver lo que dice la ordenanza). «No lo enfocamos como un tema de seguridad, sino como un tema de servicios sociales», explican fuentes de la policía local. Señalan que, normalmente, sólo suele denunciarse y aplicar multas cuando son reincidentes o actúan con violencia.

En lo que va de año han abierto once expedientes, el año pasado fueron 39 y el anterior 159. Eso sí, explican que el bajón puntual entre 2011 y 2012 tiene que ver con el trabajo concreto que se hizo para desalojar de la ciudad a grupos organizados que se encargaban de traer a personas para que vendieran pañuelos o se limpiaran cristales en los semáforos. Ahora, aseguran, no hay ‘mafias’ de este tipo en Tarragona.

Pero la percepción de los vecinos no es la misma. Pablo Ortiz, que vive en la calle Gasòmetre, explica que, con el buen tiempo, comienza a ver cada vez más indigentes. «Gente que antes no verías pidiendo, como una pareja joven que parecía de clase media, o un hombre con buen aspecto y un cartel escrito en un catalán perfecto».

La mayoría son extranjeros

No obstante, en el recorrido que realizamos no encontramos el perfil del que habla el vecino. La mayoría de los indigentes son extranjeros y en algunos casos sí que se nota cierto grado de organización. Así lo admite Andrei, que va con muletas porque tiene una pierna «muerta». Es rumano y reconoce que el día que hablamos con él ha venido en autobús desde Constantí, donde vive, junto con otras cinco personas de su familia a pedir.

Tiene 44 años. Cuenta que está esperando que le desahucien del piso. Lleva cuatro años en España y dice que necesita uno más para tratar de tramitar algún tipo de ayuda. Vino de su país porque allí no había trabajo. Aquí tampoco ha encontrado, pero explica orgulloso que está contento porque su hijo, de 10 años, acude a la escuela y le va muy bien en los estudios. Relata que quien echa dinero en su gorra generalmente sólo pone algunos céntimos. La moneda más grande, y que rara vez llega, es de 50 céntimos. Según el día puede reunir de 6 euros, 10 «o ninguno».

Además de Andrei, hablamos con otras dos rumanas, María y Daniela, ambas aseguran tener hijos. Las dos están en las inmediaciones del Mercat Central. Son las más insistentes a la horade pedir y eso que María, de 24 años, está claramente nerviosa. Su castellano no es muy bueno, pero señala que vive en una chabola con su hijo. Daniela, de 35, dice que vive en una casa abandonada. Sus dos niños están en Rumania. Está decidida a marcharse y está tratando de reunir dinero para regresar a su país.

De hecho todas las personas que encontramos, a excepción de Alberto y otro hombre que pide dinero, esta vez caminando, en el entorno del Hospital Joan XXIII, son extranjeros.

En la Guàrdia Urbana explican que tienen identificados tres perfiles: el del indigente como tal, la persona que vive, de manera ‘crónica’ en la calle; el de la persona que pide pero no es indigente, y los transeúntes y aventureros de paso por la ciudad. Dicen que, con la crisis, aún no han visto nuevos perfiles.

Teresa Beà, voluntaria de Cafè i Caliu, el programa de Cáritas que ofrece desayuno a personas con graves dificultades económicas relata que «no damos abasto». El día que hablamos con ella los voluntarios han servido desayuno a 139 personas. La mayoría de los indigentes con los que hablamos son ‘clientes’ del programa de Cáritas.

Es por eso que cuando se lo describimos, Bea reconoce inmediatamente a Hans, Húngaro de 19 años. Apenas habla castellano y explica que no puede ir a los albergues por ‘ratito’, el hámster que le acompaña y que tiene en una jaula a su lado. Se ha apostado en Prat de la Riba, una manzana más allá de la Guàrdia Urbana. Dice, como la mayoría de los encuestados, que no tiene problemas con la policía «no tomo ni alcohol ni drogas», dice. Es el más joven, seguido de una pareja de alemanes de 27 y 33 años, que viven en la ciudad en una casa ocupadas desde hace 3 meses.

Muy cerca está Marcos, de 47 años, de Eslovenia, dice que es profesor de artes plásticas y restaurador de arte en paro. Explica que está de paso, duerme en la playa y está recogiendo dinero para subsistir y para reparar la bicicleta en que se está moviendo por Europa. Cuenta que le gusta la luz de Tarragona.

La Guàrdia Urbana reconoce, con cierta impotencia, que la indigencia es un problema difícil de abordar, especialmente con las personas que llevan mucho tiempo en la calle y se resisten a otra forma de vida. De hecho cuentan que recientemente consiguieron, junto a Serveis Socials, y gracias a un proceso judicial de más de un año, que la justicia declarara a un hombre, con gran discapacidad física, incapacitado. Sólo así consiguieron ingresarle en un centro de salud.