No siento demasiada simpatía por Rosa Díez ni por el partidito que lidera. Eso no obsta para que hoy exprese mi solidaridad al diputado-actor Toni Cantó, víctima de uno de esos linchamientos que, con verdadera saña, sufren en España los que apostatan de las ideas que el sistema ha convertido en dogmas de fe. El problema no es que Toni Cantó haya hablado, sino de lo que ha hablado Toni Cantó.

El diputado valenciano disponía de un amplio catálogo de asuntos a los que referirse con entera libertad y sin que al caso hubiese tenido revelancia mayor su derecho o no a verter opiniones. ¿Cuánto no habría sido defendido el derecho de Cantó a expresarse como cualquier otro ciudadano español si hubiese defendido el ahorcamiento en la plaza pública de cualquier hombre contrario a la ideología de género?

La impostura de Cantó no ha sido la de decir en alto lo que comenta en bajo la mayoría (que la mayoría de las denuncias por violencia de género son falsas), sino la de no defender lo indefendible para el representante de un partido adherido al pensamiento único. La factoría donde en España se confeccionan las ideas de obligada defensa no le hubiese discutido nunca a Toni Cantó el derecho a defender cosas tales como el aborto a partir de los 13 años, la unión incestuosa o la eutanasia obligada a partir de los 70 años. Pero ya debería saber Toni Cantó que su función parlamentaria responde a los objetivos moralmente destructivos de un Estado de desecho.

Lo explicó de forma soberbia un admirado periodista de formación cristiana. Uno de los síntomas que indica el declive de una sociedad es cuando ahonda en lo superficial y pasa de largo sobre lo profundo. La discreción asombrosa con que acogen los grandes escándalos económicos de la casta española contrasta con la descomunal polémica sobre las prudentes opiniones de Toni Cantó, coincidentes con amplias capas mayoritarias de la población y no compartidas por determinados y minoritarios colectivos.

Las feministas acusan a Cantó de rebasar los límites como parlamentario. ¿Desde cuándo expresar las convicciones personales sobre cuestiones éticas que afectan a miles de hombres injustamente denunciados se trata de una cuestión ajena a la labor parlamentaria? ¿Por qué las opiniones de Toni Cantó sobre la falsedad de la mayoría de las denuncias de género han causado tanta rabia a las feministas y no, por ejemplo, si hubiese defendido la excarcelación de todos los terroristas de ETA o la división de sexos en las piscinas públicas donde muchos de sus usuarios fuesen de religión musulmana?

El adocenamiento y la indolencia de un sector de la opinión, unido a la inexistencia en España de una sociedad civil, genuinamente libre e independiente, que sirva de contrapeso al poder político y al control de las ideas a través de algunos medios, nos ha llevado al punto de admitir como normal que la defensa o desaprobación de las ideas contenidas en las políticas de género nos confieran el rango de ciudadanos ejemplares o de ciudadanos de las cavernas.

Reafirno que la exagerada y excesiva polémica por defender lo contrario a lo que defienden las feroces feministas, a la par que la indiferencia por las cosas que sí son importantes, como la corrupción generalizada, el estado lacerante de la economía o la traición al artículo 2 de la Constitución por parte de las más altas instancias del Estado, es un indicio del vuelo rasante de nuestra inteligencia colectiva, incapaz de alzarse del suelo dos palmos más allá de todo lo que no sea discusión de patio de vecinos.