Mucha tinta se ha vertido acerca de Mario Conde desde que éste anunciara la salida al ruedo ibérico de una nueva formación política. De lo que hizo o dejó de hacer en la última década del siglo XX, se ha escrito mucho y se ha hablado más. Hay quien le condena por masón. Y hay quien también por judío. Quienes tienen dinero y poder, le reprochan que tenga dinero y que aspire a tener poder.

Quienes todo lo saben nos desvelan lo confesable de sus hechos y lo inconfesable de sus intenciones. Por hablar que no quede. En cuanto al negro sobre blanco, es bien sabido que el papel lo soporta todo. Sin embargo, y dado que la opinión es libre, cada uno es libre de opinar lo que quiera.

Por mi parte, puesto que no sé tanto como los que tanto saben, no seré yo quien entre a valorar la figura de Mario Conde. De lo que sí me atreveré a opinar es de sus ideas. No tanto las de Conde como las del proyecto político que lidera. Un proyecto del que paradójicamente, escriben pocos y hablan menos. Tan pronunciado es el silencio que rodea a Sociedad Civil y Democracia, que induce a la sospecha; la sospecha de pensar que las críticas a Mario Conde pudiera deberse, más que al rechazo que provoca su persona, al pavor que generan en nuestras egregias elites, las ideas promovidas por una formación que tiene la osadía de proclamarse abiertamente antisistema.

Ahora la pregunta del millón: ¿son tan antisistema como aseguran? Veamos. Si nos atenemos a lo que proclama el ideario y pregonan sus dirigentes, SCD propone una democracia semidirecta en la que los ciudadanos puedan pronunciarse a través del referéndum y la iniciativa popular. Postulan la reforma del sistema electoral; la eliminación de las subvenciones a partidos políticos, sindicatos y patronal; la sustitución de las actuales listas cerradas por listas abiertas; la eliminación del actual maridaje entre poder político y judicial; terminar con la sumisión del legislativo al ejecutivo; facultar a los ciudadanos para que puedan elegir directamente al presidente del Gobierno, terminando así con las componendas de castas… En suma, toda una revolución democrática e institucional que habría de llevarse a cabo a través de un nuevo proceso constituyente donde -esta vez sí- serán los ciudadanos quienes elaboren las nuevas reglas del juego político que les facultará incluso para revocar leyes.

Por supuesto, de tal reforma no podían librarse las autonomías. Asegura Conde que España se halla instalada en el miedo; que está falta de una identidad nacional; y que es preciso reconstruir el Estado, rearmar la sociedad y recuperar los valores nacionales. Pues nos recuerda que España no es una realidad reciente como aseguran las falacias de los falaces separatistas, sino que arrastra más de 2000 años de historia a sus espaldas, Cataluña incluida; que defender el castellano no equivale a ser un nacionalista español; y que, habida cuenta de su naturaleza disgregadora, es el fracasado Estado autonómico, el culpable de crear identidades falsas. ¿Se puede decir más claro? No estamos acostumbrados.

Por el momento, esta es parte de la sinfonía que he tenido oportunidad de leer y escuchar. No sé qué pensará el lector. Hay quien a esto lo llama populismo. Aún es pronto para juzgar. Sea cual fuere la etiqueta que pretendan colgarle no suena mal. A mí me sugiere a Tocqueville, a Montesquieu, a Ortega… a Unamuno.

No ignoro que de los políticos siempre cabe esperar la decepción. Sin embargo, resulta grato albergar la esperanza de que los españoles aun estemos a tiempo de aspirar a ser los reales propietarios de una España ignorada, permanentemente fustigada por quienes las desprecian y, traicionada por quienes, en su calidad de pretendidos representantes, debieran protegerla.