LTY.- La exagerada admiración que muchos no judíos sienten y expresan hacia los judíos (como grupo y en el orden general) es algo digno de estudiarse. Se trata de una admiración rayana en la adoración que no conoce el menor atisbo de crítica, es una entrega absoluta, es algo casí religioso, irracional. Pareciera que en los judíos, estas personas encontraran una especie humana superior, más allá de la estatura natural del hombre, una humanidad de esencia divina (o casi), y por lo tanto inalcanzable al examen y a la condena.

En esa óptica toda crítica, todo ataque, toda oposición, todo lo que no signifique un sometimiento absoluto y un homenaje perpetuo al Pueblo Elegido, el Pueblo-Dios, la divinidad hecha hombre en suma, por lo común aceptado cuando se trata de otros grupos humanos (raciales, nacionales, religiosos, culturales, etc…), se considera intolerable y se vuelve el crimen supremo. Los judíos son intocables, tratarlos con el mismo rasero que al resto de la humanidad es una blasfemia, un pecado capital, condenarse a las tinieblas exteriores, ponerse fuera del universo moral de los “justos”.

Oponerse a cualquier empresa judía, a cualquier movimiento judío, tratar cualquier tema judío sin adoptar una actitud de total entrega y veneración al pueblo superior por excelencia, sin pecado concebido, sin mácula alguna y de trayectoria nacional impoluta, sin arrastrarse ante él, equivale a una declaración de indignidad, a una profesión de fe satánica, a renunciar a su misma condición humana. La soberbia judía termina por contagiar a sus admiradores goyim, es un fenómeno que siempre se ha observado. Soberbia, intolerancia, fanatismo, un monstruoso complejo de superioridad, una deshumanizada visión de los demás, un odio feroz como sólo un pueblo de esclavos es capaz de profesar, el desprecio de toda humanidad no judía: eso es el judaísmo, eso es el pueblo judío.

La fascinación que ejerce este compendio de maldad y error en algunos no judíos es un misterio. La necesidad de referentes a los que admirar no me puede llevar nunca a la admiración de un pueblo y una cultura tan inferiores y antipáticos. En nuestra propia familia racial tengo todo lo que necesito para el asombro y el entusiasmo (a pesar del descalabro actual de nuestras estirpes blancas).

Pero esa admiración tiene además otra característica notable, y es el carácter de sumisión, de inferioridad, que adopta, consciente o inconscientemente, quien se hace el valedor de gente tan ruin y miserable. No hablo aquí de los individuos tomados en su dimensión personal, sino del pueblo judío como entidad histórica y política, ruin y despreciable desde el ángulo que se mire y en cualquier época.

Cuando caemos sobre alguien no judío que toma la defensa de Israel o los judíos, siempre se observa la misma falta de mesura, un fanatismo que nada desanima, una intolerancia extrema, una doble vara de medir que es el sello inconfundible de la tribu venerada, y que se le contagia a sus admiradores goyim. Este filosemita criticará su raza, su país, su cultura, sin ningún complejo ni tapujo (está en su derecho y no seré yo que me oponga con otra cosa que no sean argumentos, si me parece la critica injusta o exagerada). Pero al tocar el tema de Israel y los judíos entonces este entregado devoto judeófilo nunca tendrá un pero contra el objeto de su pasión, ni la más mínima crítica le será aceptable, ni les reconocerá el más pequeño defecto. La adoración es de carácter patológico. Quiero decir que advierto que esos adoradores del autoproclamado Pueblo-Dios se colocan ante él como les obliga el reconocimiento de la pretendida divinidad del objeto venerado: en posición de completa subordinación, de inferioridad total, de rampante sumisión. El defensor de los judíos adopta la actitud y la sicología del perro que defiende a su amo y le lame las manos. No hay relación de igualdad entre las partes, sino una jeraquía que el perro acepta y ve natural y lógica.

El marcado filosemitismo de muchos que no tienen una gota de sangre judía en las venas no se basa en una afinidad (asi sea lejana) de tipo genético, o digamos racial (aunque esta terminología esté siempre sujeta a controversia). No sería una manifestación de esa imperiosa “llamada de la sangre” que la cultura popular, sino la ciencia, da por sentada. Como apunta Otto Weininger: “No hay que confundir el judaísmo con los judíos. Existen arios que son más judíos que los propios judíos, y judíos que son más arios que los propios arios” (1).

Sin duda, esa afirmación, además de expresar un convencimiento de orden intelectual y ser la constatación de un hecho del que la realidad de su tiempo le proporcionó posiblemente más de un ejemplo a su observación, reflejaba también en gran parte el dilema personal de un judío que renegó de su judaísmo para abrazar la causa de Alemania y el germanismo, por lo que sus detractores lo han colocado siempre en la categoría infamante de los “judíos antisemitas” .

Estaríamos más bien ante una identificación de tipo espiritual, sicológico, moral, raramente religioso o cultural, pues la fascinación que ejercen los judíos en muchos no judíos muy pocas veces tiene su origen en los ritos y creencias religiosos del autoproclamado “pueblo elegido” (la exagerada admiración de algunos goyim por los judíos raramente les ha llevado a estos a adoptar las prácticas y los ritos mosaícos), sino en su actividad intelectual, su relación con el poder, su dominio social, su protagonismo económico, todo ello favorecido por un sentimiento de culpa artificialmente creado y un complejo de inferioridad hacia los judíos que es un misterio de la psicología humana (si no tuviéramos en cuenta el enorme trabajo de lavado de cerebro llevado a cabo por la masiva propaganda sionista administrada a un público condicionado para “tragar” lo que ordena y manda la “voz de su amo” por medios industriales y en dosis masivas (cine, televisión, prensa, literatura, etc…).

La auténtica adoración, que reviste muchas veces un carácter irracional, que sienten hacia los judíos muchos europeos de vieja estirpe ha de tener necesariamente su explicación en la existencia de alguna tara mental, en algún trastorno sicológico profundo, en alguna carencia o “malformación” intelectual, si no está basado en una ignorancia total y una candidez asombrosa. Ninguna persona normalmente constituida, moral y espiritualmente irreprochable puede tener al pueblo judío por modelo. No hablamos aquí de los judíos tomados como individuos, dignos o no de respeto, de aprecio o de admiración, sino (insisto de nuevo) del conjunto de la raza, el judío considerado como entidad histórica, como realidad “política”. Y desde ese ángulo, el judío es absolutamente deleznable por donde se le mire y a lo largo de toda su existencia histórica.

Los judíos, como grupo humano, como entidad étnica y cultural, han provocado algunas veces la admiración (por ciertas cualidades destacables como la unidad del grupo, la tenacidad en la adversidad); en ocasiones la conmiseración (por la dureza -provocada y merecida- de sus desventuras); rara vez el afecto (pues pocas veces un pueblo ha resultado tan antipático a los demás); casi siempre el rechazo (por sus prácticas y creencias tan hostiles a la humanidad); constantemente el odio (como respuesta de su desmedido odio a los demás pueblos). Y el odio antijudío ha sido tan constante en la historia desde antiguo entre pueblos tan distintos y en épocas tan alejadas entre sí, que no cabe achacar a esa aversión motivos ajenos a la personalidad y al accionar de los propios judíos, como apuntó acertadamente Bernard Lazare (judío él mismo) en una cita frecuentemente mencionada (2).

La existencia del pueblo judío, considerada de tan escasa relevancia en el orden de las excelencias humanas, correspondería a la finalidad de realzar la idea de grandeza por el contraste chocante de su ruín condición. Esa sería su verdadera y única misión.

Así dice Houston Stewart Chamberlain: “Sin embargo, como el día necesita de la noche (porque la noche sagrada nos desvela el secreto de otros mundos), así la magnífica obra política de los griegos y los romanos exigía un complemento negativo: y es Israel (el pueblo judío) quien lo ha dado. Para que percibamos las estrellas, es necesario que la luz del día se apague. (…) Si consideramos la historia exterior del pueblo de Israel, la primera impresión ciertamente es tan poco atrayente como posible. Aparte de algunos raros rasgos simpáticos, pareciera que toda la bajeza de la cual los hombres son capaces se condensan en este pequeño pueblo. No es ciertamente que los judíos hayan sido en el fondo más abominables que el resto de la humanidad, pero la fealdad extrema del vicio en su historia nos deja estupefactos, porque se ofrece a la vista completamente desnudo. Ninguna gran meta política excusa aquí la iniquidad; ningún arte, ninguna filosofía palía los horrores de la lucha por la existencia”. Houston Stewart Chamberlain, “Los fundamentos del siglo XIX”, 1899.

(1) Y añadía, de manera extraordinariamente sugestiva: “Debo decir ante todo, claramente, lo que yo entiendo por judaísmo. Pienso que no se trata de una raza, ni de un pueblo, menos aun de un credo legalmente reconocido. El judaísmo debe ser considerado únicamente como una dirección del espíritu, como una constitución psíquica posible a todos los hombres, que ha encontrado en el judaísmo histórico su realización más grandiosa.” (…) “(He expuesto) aquello que según mi opinión debe de ser tenido por judaísmo. No se trata de una nación, de una raza, de una religión, de una escritura. A partir de ahora, cuando hablaré de los judíos, no señalaré al individuo, ni a la comunidad, pero en general al hombre que en esto participa de la idea platónica del judaísmo”. Otto Weininger, “Sexo y carácter”, 1903.

(2) “En todos los lugares en los cuales los judíos se han establecido, en todos ellos se ha desarrollado el antisemitismo (… ) Si la hostilidad y hasta la repugnancia sólo se hubieran manifestado con respecto a los judíos en una época y en un país, sería fácil desentrañar las causas limitadas de estas cóleras; pero por el contrario, la raza judía ha sido objeto de odio de todos los pueblos en medio de los cuales se ha establecido. Ya que los enemigos de los judíos pertenecían a las razas más diversas, vivían en países muy apartados los unos de los otros, estaban regidos por leyes diferentes y gobernados por principios opuestos, no tenían ni el mismo modo de vivir ni las mismas costumbres y estaban animados por espíritus disímiles que no les permitían juzgar de igual modo todas las cosas, es necesario, por lo tanto, que las causas generales del antisemitismo siempre hayan residido en el mismo Israel (los judíos) y no en quienes lo combatieron”. Bernard Lazare, “El antisemitismo, su historia y sus causas”, 1894.?