LTY.- Hace años, el líder musulmán Omar Bin Bakri,sirio que está (o estuvo) afincado en Londres, dijo lo siguiente: “viviremos en paz hasta que seamos suficientemente fuertes para lanzar la yihad y llevar a todo el Reino Unido al islam (…). Occidente es débil e inmoral, y lo vamos a reventar con sus propias contradicciones. Usaremos la democracia para destruir vuestra democracia”.

La decadencia de Occidente, consecuencia del relativismo cultural, social y moral en que se nos obliga a vivir, es un hecho evidente e incuestionable: Bin Bakri no se inventa nada. Nos obligan a creer que todas las culturas son iguales, que de todas se aprende algo. Queramos o no, tenemos que meter en el mismo saco culturas que defienden la igualdad y la dignidad y culturas que llevan con orgullo el nombre de “sometimiento”. Culturas que consideran a la mujer un ser con derechos son tan valiosas como culturas que la consideran poco más que un elemento paridor, perfectamente prescindible y sin derecho alguno, en las que incluso su testimonio vale la mitad que el de un hombre. Culturas que valoran la libertad de expresión están al mismo nivel que culturas que condenan a muerte a quienes quieren vivir de otra manera. Esta es la rueda de molino con la que nos quieren hacer comulgar.

Los pocos movimientos, las pocas voces que surgen en contra, no tardan en ser tachadas de xenófobas, racistas, fascistas, fachas, nazis, o cualquier cosa parecida, con el denominador común de su intención descalificadora y demonizadora. Desprestigiados, condenados, estigmatizados, muchos de quienes ven la verdad e intentan contarla a otros acaban optando por callar, por miedo a la feroz represión o por cansancio, por el agotamiento que provoca el luchar contra corriente, y se limitan a esperar la catástrofe que ha de venir. Nunca les veremos en los medios, como no sea para ser condenados por pensar. Y por pensar con racionalidad y lógica, dos palabras que aterrorizan a los gobernantes. Por pensar dando argumentos coherentes, al contrario que quienes les acusan.

Lo grave de todo este asunto es que en realidad no se está condenando un delito, sino un pensamiento contrario al régimen. Pero como la penalización del pensamiento es algo propio de los regímenes totalitarios, debe recubrirse de una pátina de legitimidad democrática. Y así, se crea un delito que contradice la base misma de un presunto Estado de Derecho: el Delito de Opinión y Pensamiento libre. O más simple todavía: el Delito de Odio. Convertir los sentimientos, los pensamientos, en delito, es la peor aberración posible para un sistema democrático. Todo queda reducido no a hechos, objetivos, sino a interpretaciones, subjetivas, y por tanto se empieza a depender de los criterios, los prejuicios, las ideas y las opiniones de quienes tienen el poder.

La justicia se dedica entonces a juzgar por opiniones diferentes, no por delitos probados. Y da igual que la opinión sea cierta o no (aquí la verdad no es una defensa aceptada): es tratada como un crimen contra la humanidad. Wilders fue juzgado por una opinión. Otros muchos, anónimos opositores que también han osado levantar la voz han padecido en carne propia la severidad de una justicia puesta al servicio del régimen inmoral que pretende acallar toda disidencia con la contundencia del argumentum baculinum (el argumento del garrote). Sin embargo, no se ha juzgado a musulmanes por invadir de modo ilegal las calles, aunque eso sí es un delito real.

Se juzga a Elizabeth Sabadistch Wolff por leer un pasaje del Corán, pero no se juzga a musulmanes que amenazan en público y a plena luz del día con destruir nuestro sistema legal. Se juzga a quien dice que hay demasiados musulmanes en su país, pero no se juzga a quienes implantan la sharia en barrios londinenses, estableciendo un sistema legal paralelo al nuestro, y por tanto, quebrando lo fundamental del estado de derecho. Se juzga simplemente a quien se rebela contra un sistema preparado y programado para su propia destrucción, a quien se niega a aceptar la verdad establecida y opina diferente. Pero el simple hecho de que haya dogmas o verdades oficiales pone seriamente en duda la misma existencia del Estado de Derecho.

Cuando a veces sale en algún medio de la gran prensa alguna noticia que implique a la policía religiosa saudí (Policía para la promoción de la virtud y prevención del vicio) algunos comentaristas se asombran, llegando a preguntarse cómo puede suceder tal cosa en el s. XXI. Y sinceramente, pienso que en los países europeos existe algo parecido. La nueva religión, la multicultura, que debe ser impuesta a la fuerza, no puede ser cuestionada nunca. Se convierte, si es preciso, cualquier opinión no ya contraria, sino simplemente crítica, en delito, para que nadie se atreva a plantear ninguna verdad opuesta o contraria al régimen.

Este totalitarismo vestido de tolerancia, de diálogo entre pueblos y culturas, de antirracismo, no es sino una dictadura encubierta en la que nadie puede opinar, y quien lo hace, se arriesga a ser tachado de “incitador al odio”. Los censores totalitarios se visten con piel de cordero para luchar, en apariencia, contra la intolerancia, el racismo, la discriminación, el odio. Pero en realidad lo que hacen es sembrar intolerancia contra la cultura occidental, racismo antiblanco, discriminación y odio hacia los europeos. En nombre de la multicultura pretenden destruir la cultura occidental. En nombre del antirracismo son racistas. En nombre de la no discriminación y no odio discriminan y odian. Y aunque no deja de ser curiosa su incoherencia es, sobre todo, visible y evidente.

Por esa razón han creado un Gran Hermano que vigila atentamente la blogosfera, las redes sociales, las conversaciones de los bares, las tertulias de la tele o de la radio. Siempre alertas para que nadie pueda decir la verdad, si no coincide con “su” verdad. Siempre evitando que nadie les haga ver sus incoherencias, su maldad. Siempre cuidando que nadie pueda pensar distinto, opinar distinto, escribir distinto. Se agrupan “contra la intolerancia” o “contra el racismo” o “contra el fascismo” o cosas por el estilo. Pero les sugiero un nombre que sería mucho más adecuado para lo que hacen: “Policía para la promoción del multiculturalismo, el relativismo cultural y la prevención de las disidencias”. De todos modos no engañan tampoco a nadie ahora. Al menos serían coherentes en algo: en su nombre.

En nombre de esa prevención de disidencias se han creado unas leyes que no son sino una forma de control de la expresión del pensamiento libre, disfrazadas, eso sí, de bondad y derechos humanos. ¿Cómo explicar si no la creación de “policías anti-racismo”, que son simplemente una forma de evitar cualquier disidencia mediante la represión y el miedo?

Antes pensaba que Occidente parecía acomplejado de sí mismo, y que, perdido en sus complejos (de culpa, de superioridad, de lo que sea), caminaba sin freno hacia su fin. Ahora me doy cuenta de que no. Esto es un fin programado, previsto, deseado y buscado por aquellos que han sentado las bases para conseguirlo: un pueblo dócil, una dictadura encubierta mediante una manipulación tremendamente hábil. No es sólo cobardía, desidia, amor por el dinero, intereses egoístas, estupidez supina, ideología cargada de odio o maldad pura y dura, aunque también sea todo eso. Creo que, principalmente, es un plan establecido, coordinado, que lleva una línea claramente definida: destruir la civilización europea, aniquilar a los pueblos blancos, esclavizar las mentes y dominar los espíritus de la mejor humanidad, ahogar hasta el misma idea de libertad, traer el reino de las tinieblas sobre la Tierra.

«Toda tiranía necesita, para afianzarse, que la gente de buena conciencia permanezca en silencio. Thomas Jefferson.»