España merece la pena
Una terrible sensación nos acecha en España. No sabemos en qué lugar estamos ni hacia dónde vamos. La evolución de la famosa prima de riesgo sobre nuestra deuda pública marca la agenda política, y la viene marcando desde principios de mayo de 2010, cuando sucedió el primer colapso de la deuda española y la primera amenaza de intervención de nuestra economía. Lo que una semana antes era inamovible, poco después deja de serlo ante la presión de los mercados.
Las convicciones y los principios, según parece, pueden resistir una dura sesión parlamentaria, una fuerte campaña de prensa o una década frente a la acción de la oposición, pero no el envite de dos días de especulación contra las emisiones de bonos del tesoro español. Las políticas desarrolladas por el gobierno de turno en los últimos años son de carácter defensivo: “despejar sin contemplaciones” y “echar balones fuera” sirven para resumir nuestra táctica. No existe otra estrategia que “salvar los muebles” y buscar la mínima pérdida electoral para el que manda.
La crisis económica, con sus efectos sobre la producción, el empleo y las rentas, está mostrando su cara más amarga. Por si fuera poco, ahora empezamos a lidiar con la crisis de algunas entidades financieras aún cuando los errores vienen del pasado, y debería haberse iniciado su solución años atrás. La confianza en España, por parte de los agentes operantes en los mercados internacionales de capital, se ha derrumbado. La calificación de la calidad de los bonos españoles alcanza niveles mínimos, propios de países subdesarrollados. Los “logros” políticos y económicos que se venden interiormente simplemente no cuelan ante el exterior, que los sigue cuestionando. De los famosos “brotes verdes” a los “signos de recuperación”. Lo que pensábamos que iba a ser pasajero dura ya demasiado. Estamos sumidos en la oscuridad: Hemos dejado de ver la claridad inicial pero no se vislumbra el final del túnel.
La gestión de los gobiernos españoles durante la crisis económica se caracteriza por la incertidumbre y la improvisación.
Incertidumbre, porque cualquier medida que primero niega que va a hacer, luego la hace. Improvisación, porque cada semana hay que inventar nuevas medidas adicionales que parecen no tener fin. En los últimos meses, estas nuevas medidas casi siempre adoptan la forma de nuevos recortes o subidas de impuestos, y da la impresión que se cocinan durante los días previos a cada Consejo de Ministros de los viernes de dolores, a la vista de la situación. No sabemos si manda Ángela Merkel, el Fondo Monetario Internacional o Bruselas. En cualquier caso, da igual, desgraciadamente somos unos mandados. Es más, a veces parece que se busca seguir cediendo soberanía a cambio de que otros corran con los costes de mantener lo que en algunos casos es inmantenible a largo plazo.
Los españoles hemos elegido hace meses un nuevo gobierno que cuenta con una amplia mayoría absoluta para ejecutar un mandato principal: sacarnos de la crisis a la mayor brevedad, pero manteniendo gran parte de la arquitectura en la que se basa nuestro estado del bienestar, al menos en la medida de lo posible. Hay que recordar que este nuevo gobierno inició su andadura, a finales del año pasado, con un decreto ley que subía el IBI y las retenciones fiscales; luego, en febrero, continuó con la reforma laboral y las medidas de choque para fortalecer el sector financiero; después, a finales de marzo, y sólo justo después de las elecciones en Andalucía y Asturias, los presupuestos generales del estado; después, a principios de abril, una semana después de presentar los anteriores, el anuncio de la reforma de la sanidad hacia el copago farmacéutico y el recorte en materia educativa; después, a principios de mayo, la intervención en Bankia y otro nuevo decreto-ley para el saneamiento y venta de activos inmobiliarios del sector financiero; y hace unas semanas la solicitud de intervención del fondo de rescate europeo para auxiliar a determinadas entidades de nuestro sector bancario.
Ahora, para finales de esta misma semana, se habla de un nuevo recorte en los sueldos de los empleados públicos y una subida del IVA, aunque fueron negadas ambas posibilidades en enero y febrero. Con los primeros, porque ya habían sufrido un recorte; con el segundo, porque se había optado por la vía de los impuestos directos, y la apariencia de la progresividad del esfuerzo fiscal en función de la renta individual de los ciudadanos.
Está claro que es difícil. Pero también está claro que está faltando capacidad para hacer un buen diagnóstico. También falta capacidad para hacer frente a la crisis con una batería de actuaciones consensuadas y eficaces. El problema es que, aparte de medidas coyunturales e inmediatas, haría falta reformar el modelo de estado en profundidad, reconociendo los errores cometidos junto a sus aciertos y modificando las instituciones e incluso el modelo de sociedad, porque esta crisis, en mi opinión, no es sólo económica. Esta tarea trasciende a un Gobierno, por mucha mayoría de la que disponga en el Parlamento.
En épocas no demasiado lejanas en el tiempo, España fue capaz de hacer frente a dificultades que parecían insalvables previamente mediante acciones políticas decididas y reformistas, como el Plan de Estabilización de 1959 y los Pactos de la Moncloa en 1977. En ambas ocasiones, y fundamentalmente en la segunda, D. Enrique Fuentes Quintana ocupó el papel de aglutinador de voluntades políticas divergentes y discrepantes, pero que pudieron y supieron, a través de la generosidad política y la altura de miras en la defensa de los intereses nacionales, encontrar puntos de encuentro lo suficientemente bien anclados como para posibilitar el milagro de la posterior recuperación.
En mi opinión, España necesita de nuevo una amplia reforma. Es inútil y absurdo empeñarse en mantener todo lo que no merece la pena y que es un lastre para el bienestar de los españoles, que debería ser la finalidad última de la acción política. Pero esta reforma debería ser estable, versátil y duradera. Para ello es necesario que la mayoría de los partidos que representan la soberanía nacional se pongan de acuerdo en las líneas básicas a seguir, incluso aunque estas impliquen el “hara-kiri” de los mismos. Tal vez, el verano en el que ya estamos inmersos podría ser, al igual que en 1977, una época idónea para acercar posiciones. Es la hora de un nuevo Pacto Nacional. España merece la pena.
*Economista y portavoz de Populares en Libertad (PPL) en la Asamblea de Melilla.