El gran problema que tiene el PP desde su fundación, y en general toda la derecha liberal, es el de su falta de afirmación ideológica. Se constituyó como una enorme mixtura en la que hubo de todo: desde un fundador acaparador de muchos cargos y envites del franquismo, hasta demócratas cristianos y liberales que en nada se parecen, mezclados con miembros destacados y comprometidos con institutos religiosos y personas de extracción laicista para quienes las cuestiones religiosas no sólo no representan nada sino que, incluso, puede ser un engorro para sus fines.

Esta situación hace que cada vez que el PP llega al poder, vuelva a mantener vivo el mismo problema fundacional, del que nunca se va a liberar porque lo lleva inscrito en la piel y configura su propia fe de vida. Otra cosa es que sus dirigentes, en el colmo de sus malabarismos políticos, hagan propuestas para todos los gustos tratando de contentar al mayor número posible de electores. Aunque al final del camino, y por causa del nefasto mal menor, siempre cuente con el favor inestimable de la iglesia católica oficial y de una parte del electorado contrario en teoría a muchas de las cuestiones morales que defiende la incalificable Cristina Cifuentes o el siniestro Pedro Arriola.

Luego surgen los inconvenientes. Un ministro dice que los homosexuales tienen derecho a continuar con el matrimonio del que ya disfrutan -aunque el partido lo tenga recurrido en el Tribunal Constitucional, al igual que el cuarto supuesto del aborto-, mientras otro ministro le responde desde sus convicciones, dejando al margen la disciplina partidaria, que eso no está en el programa. Y unos y otros se enzarzan y se alinean a uno u otro lado despojando al partido del más elemental acuerdo sobre cuestiones fundamentales.

El congreso de Sevilla fue una prueba clamorosa del caos doctrinal y operativo de un partido que, a fin de cuentas, lo que pretende es resolver la crisis social y económica y de que no le hablen más de cristianismo ni de cristianos, y mucho menos de moral. En el grotesco debate congresual, destacados dirigentes del PP, que se confiesan católicos practicantes, optaron por retirar toda alusión al cristianismo en la ideología del partido, mientras otros asistentes al congreso, que se confiesan abierta y sinceramente lo mismo en los periódicos, y por tanto en desacuerdo con la dirección, fueron expulsados de forma fulminante del congreso y del partido. La confusión ideológica y doctrinal es tal en el grupo que hace muy difícil, por no decir imposible, que se pretenda resolver cuestiones de peso si antes no existe una columna de principios morales que vertebre cualquier intento de acordar la solución de una crisis tan brutal como la que padecemos.

Todo queda envuelto en el triunfalismo de un partido que disfruta de las mieles de un triunfo que no ha conseguido por sus méritos, sino por las deficiencias, trapacerías e ineptitudes del adversario, que ha dejado a su paso de más de siete años de Gobierno una estela de vicios políticos que hace muy difícil la superación de los mismos. De lo que sí estoy seguro es de que no lo van a conseguir por el camino que quiere emprender, sin una armadura que le proteja de la crisis devenida y que ha sido la causa primera del fracaso socialista en todos los órdenes, comenzando por lo económico al situar en la cumbre de las decisiones políticas a gente sin educación general básica y sin formación moral de ningún tipo, que creyeron que vivimos más cerca del mundo animal que del mundo de los humanos.

El PP hará muy mal en no cuidar esos elementos primarios para actuar en política, porque la corrección y la dirección acertadas sólo se pueden conseguir desde los principios, volviendo a la tradición y no empecinándose en circular por senderos minados.

Santa Teresa y los grandes reformadores, cuando quisieron corregir el rumbo, equivocado, recurrieron a la sustancia de la doctrina y no al confuso y relajado mundo al que les habían conducido los yerros de sus antecesotes.