“Escrito para la Historia”: El III Congreso Internacional de Apostolado de los Laicos (Capítulo 5)
Blas Piñar (Del libro “Escrito para la Historia”).- No cabe la menor duda de que el papel que los seglares desempeñan o deben desempeñar en la Iglesia ha sido objeto, sobre todo a partir del nacimiento de la Acción Católica, de reflexión y estudio, no sólo por parte del Magisterio sino también por parte de los teólogos. Hay una verdadera Teología del laicado.
En definitiva, el seglar, en cuanto bautizado, es también Iglesia, y el mandato evangelizador le obliga.
Nada puede extrañarnos que la reflexión y el estudio del Magisterio y de los teólogos, por una parte, y una toma más explícita de conciencia, del lado seglar, por otra, hayan promovido la convocatoria por la Santa Sede de los Congresos internacionales del apostolado laical. Ha habido tres. El primero se celebró del 7 al 14 de enero de 1951. El segundo tuvo lugar en 1957, del 5 al 13 de octubre. El tercero , del 11 al 18 de octubre de 1967. Yo asistí y tomé parte en el último. La experiencia personal, y cuanto puso de relieve dicho Congreso, y de que fui testigo, creo que vale la pena darlo a conocer.
En España se hizo una preparación para el Congreso que iba a tener lugar en Roma. Del 4 al 7 de mayo de 1967 -es decir, con cinco meses de antelación- fue convocado el I Congreso nacional del Apostolado Seglar . Se celebró en el Colegio Mayor San Pablo, de Madrid, vinculado a la Asociación Católica Nacional de Propagandistas. Estuvieron representadas 94 Obras de apostolado seglar. Actuó de coordinador el secretario general de la UNAS (Unión Nacional de Apostolado Seglar) Enrique Miret Magdalena. De la UNAS era presidente, a la vez que de la Acción Católica, el obispo auxiliar de Madrid, don José Guerra Campos, quien era, a la vez, delegado Nacional de Acción Católica y secretario de la Conferencia Episcopal Española.
El doctor Guerra Campos me pidió que actuase como moderador del grupo que iba a ocuparse de Los seglares y su participación en la evangelización de los agnósticos y ateos. Acepté.
El Congreso, a mi modo de ver, dio fruto. Es lógico que hubiera posturas divergentes, y hasta alguna fuera de tono, pero, en general, la nota que mereció fue indiscutiblemente buena.
Con esta preparación, próxima a los trabajos del Congreso internacional, aunque quizás menos próxima en cuanto a la totalidad de su temario, se procedió a preparar la presencia en éste de la representación española. Había que atenerse al reglamento que había sido elaborado por el COPECIAL (Comité Permanente de los Congresos Internacionales para el Apostolado de los Laicos). Esa representación correspondía, conforme al citado reglamento (art.1.1) a una delegación nacional “constituída por 30 personas… con un máximo de 6 personas no laicas”. El presidente de la Delegación española fue Antonio García Pablos, en su calidad de presidente de la Junta de Relaciones Internacionales de la UNAS. Dieciséis miembros de dicha Delegación representaban a las distintas organizaciones de apostolado seglar, integradas en 16 grupos sectoriales, y entre ellas había que elegir, en votación secreta y conforme al Reglamento, un presidente adjunto.
Don Casimiro Morcillo, arzobispo de Madrid, me pidió que me presentara como candidato a presidente adjunto. Bien sabe Dios que ni siquiera se me había ocurrido acudir al Congreso de Roma. Pero el ruego de mi prelado bastó para revocar mi propósito. Me presenté. El pleno de la Delegación tuvo lugar el 25 de septiembre de 1967. En votación secreta obtuve 21 votos, seguido de Enrique Miret Magdalena, que consiguió 6.
Con estas elecciones quedó claro el signo que mayoritariamente tenía la Delegación nacional española. Era necesario compensar ese signo y, para ello, se acudió al mismo Reglamento, que autorizaba la elección digital de expertos, no sólo por la propia Delegación nacional, sino por el COPECIAL. Por añadidura, también era posible la designación de delegados por la OCI (Obras Católicas Internacionales), así como de auditores.
La reacción -vamos a llamarla, para entendernos, progresista-, se puso de relieve en la revista barcelonesa El Ciervo. J.M. Piñol, en el número de octubre de 1967 (pág. 7), decía: “Las noticias sobre la representación oficial española al Congreso Mundial de Apostolado Laico, sorprendieron… Esperemos que todas las salidas no se hallen bloqueadas y que algunos compatriotas tengan la suerte de ser nombrados directamente en calidad de expertos por los distintos movimientos internacionales”.
A este recurso se acudió. El P. Ricardo Sanchís Cueto, S.J. -escribía en Apostolado Laical, (número 35, de septiembre/octubre 1967): “A la delegación oficial de treinta seglares y cinco sacerdotes hay que añadir un número prácticamente igual de dirigentes de movimientos de apostolado y de escritores, sacerdotes y seglares, nombrados por el Comité de dirección (del COPECIAL) y por las Organizaciones católicas internacionales, en atención a sus méritos innegables”.
El mismo P. Sanchiz, en Sal Terrae, de 11 de noviembre de 1967 (páginas 787/8), subrayando lo dicho, manifiesta: “Sobre la presencia española en el Congreso hay que decir que fue nutrida, tal vez excesivamente amplia. No sólo estuvo completa la delegación nacional, sino que hubo 15 españoles delegados de las OCI y otras instituciones apostólicas de carácter internacional reconocidas por la Santa Sede. A ellas se añadieron presidentes y consiliarios de movimientos apostólicos excluídos de la delegación oficial y algunos otros seglares y sacerdotes de reconocido prestigio en el campo del apostolado seglar. Del número de auditores basta reconocer que en la oficina de inscripción estaban asustados de la avalancha de españoles”.
El COPECIAL, de cuyo comité de dirección era presidente Ramón Sugranyes, nombró 20 expertos españoles. La OCI designó a 18, entre ellos a Gregorio Peces-Barba Martínez, en representación del Movimiento de Juristas Católicos.
En RomaLa apertura del Congreso tuvo lugar el 11 de octubre de 1967, coincidiendo con el V aniversario del comienzo del Concilio Vaticano II, y con el Sínodo de Obispos, en el Palazzo Pío, número 4 de la Vía della Conciliazione. El lema, El pueblo de Dios en el itinerario de los hombres, se estudió en dos partes, tituladas, la primera, El hombre de hoy, y la segunda, Los laicos en la renovación de la Iglesia. Hubo 2.987 congresistas, 103 delegaciones nacionales, 80 internacionales, 20 expertos y 91observadores de confesiones cristianas no católicas. Fue presidente del Congreso el abogado y ex director de la UNESCO Vittorino Veronese, y presidente de la Comisión eclesiástica, el del Consilium de laicis, cardenal arzobispo de Quebec, Maurice Roy. La conferencia inicial corrió a cargo del holandés G.K. Kerstiens, secretario general de Unión Mundial de Empresarios Católicos.
Kerstiens se pronunció en tales términos que bien pudiera afirmarse que marcó el tono ideológico del Congreso, al pedir una mayor democracia doctrinal y eclesial en el catolicismo y señalar, con cierto júbilo, que como dijo Lenin, a toda acción revolucionaria precede un pensamiento revolucionario, situación por la que, a su juicio, atravesaba la Iglesia.
Del texto de la conferencia recojo algunos párrafos: “Durante demasiado tiempo hemos considerado los principios cristianos como nuestro cinturón de seguridad, sin comprender que si no los ajustamos bien al cuerpo podremos correr el riesgo de salir despedidos por la ventanilla”. “Si un principio ético establece que quien se encuentra en situación de necesidad tiene derecho a tomar de la riqueza ajena lo necesario para sí… ¿cuál debería ser entonces nuestra actitud ante los movimientos revolucionarios en las diferentes partes del mundo?” “El laico de hoy debe pensar por sí, debe ser libre de hablar y de buscar, y, sólo de esta forma, su labor, próxima a la del sacerdote, puede caracterizarse y hacerse responsable”.
Escuché esta conferencia desde el pasillo central del patio de butacas, verdaderamente apretujado, pues el Palazzo Pío resultó pequeño para el elevado número de congresistas. No era ése mi sitio, pero tuve que encontrar acomodo donde pude, ya que la tarjeta a mi nombre, que como presidente-adjunto me reservaba una silla en la amplia presidencia del escenario, había antirreglamentariamente desaparecido.
No sólo el contenido de la conferencia y la incomodidad del puesto son imborrables para la memoria, sino la proyección de tres documentales cinematogáficos, que me atrevo a calificar de agnósticos, por no decir ateos, y el ambiente del vestíbulo de entrada al Palacio, en el que se ofrecían publicaciones en las que se enmadejaban catolicismo y marxismo. Todavía conservo el número de junio de 1967 de la revista Croissence des Jeunes nations, en el que se pide una Teología de la violencia y se hace la apología del Che Guevara, de Regis Debray y del famoso cura guerrillero, el colombiano Camilo Torres.
Para colmo, la preciosa oración que para el Congreso había redactado el Papa, no tuve la oportunidad de oírla. No pasó desapercibido. Defense du Foyer, en el suplemento del número 90, de octubre de 1967, decía: “¿Cómo encontrar tiempo para rezarla? Preguntad a los constructores de la Torre de Babel, si tenían tiempo para rezar”. Pero sí lo hubo para que alguien hablara en nombre del movimiento polaco Pax, que preconizaba el entendimiento y la colaboración con el comunismo.
Como miembro de la llamada Delegación oficial española -la única elegida democráticamente entre nosotros, a diferencia de los demás congresistas españoles, elegidos a dedo, como el lector habrá advertido- participé en dos encuentros o carrefours. Uno, correspondiente a la primera parte, sobre La familia en evolución actual, y otro, correspondiente a la segunda parte, sobre Diálogo y colaboración ecuménicas.
Por lo que respecta al último, puedo decir que lo único acertado que pude escuchar durante las reuniones de la Comisión fue a un obispo metodista. Mi intervención para distinguir entre el falso ecumenismo irenista y el auténtico fue acogida con escepticismo, y la alusión a la parábola del hijo pródigo y de la oveja perdida, con algo más que escepticismo, casi -por qué no manifestarlo- con ironía.
Peor fue lo sucedido en el carrefour número 2, de la primera parte. La discusión, verdaderamente acalorada, se centró en la paternidad responsable, y de un modo especial en torno a los procedimientos anticonceptivos. Aún recuerdo con verdadera amargura los términos del debate. Salvo un farmacéutico francés y el que esto escribe, el resto de los integrantes de la Comisión se manifestó, sin cortapisas, a favor de la licitud moral de todos los métodos, sin excepción alguna, y ello a pesar de que la doctrina de la Iglesia no puede ser más clara en este punto. Una mujer argelina y un caballero que vestía jersey verde, de lana, con punto muy ancho, y usaba gafas de cristales gruesos, defendieron airados el punto de vista liberalizador. Luego supe que el caballero al que acabo de referirme era un sacerdote uruguayo, que, así vestido, ocultaba su carácter de presbítero. La mayoría anticonceptiva triunfó arrolladoramente.
Por cierto, que es curioso y significativo el comentario de Eduardo Cierco sobre mi intervención en el carrefour, publicado en el número 68 de Hechos y Dichos, revista de pensamiento y actualidad cristiana. Dice en el mismo que esta intervención de Blas Piñar en el Congreso Mundial del Apostolado Seglar sobre el control de nacimientos fue “la anécdota más celebrada y representó el naturalismo a ultranza en la más pura e imprescindible línea del anticomunismo militante. Agítese antes de usarse”.
La tendencia hacia la modernización anticonceptiva pesó mucho en el Congreso. Uno de los delegados españoles, José Antonio Cajigal, decía en Apostolado laical (número 36): “Los laicos quieren que los procedimientos técnicos y médicos para asumir sin sorpresas esta responsabilidad (la de la paternidad responsable) los deje la Iglesia en sus manos, limitándose el magisterio doctrinal a establecer los principios morales y religiosos de este problema”.
Voy a transcribir, en lo que aquí importa, el texto de los proyectos de resolución que se enviaron a la Asamblea.
“La selección de los medios a emplearse ante una nueva concepción deben dejarse a la conciencia de los esposos, teniendo en cuenta las enseñanzas de la medicina, de la psicología y de las ciencias económicas y sociales”.
“Por lo que se refiere a la transmisión planeada y responsable de la vida corresponde también a los padres decidir libremente el medio más ordenado para llevarla a cabo (por lo que) solicitamos respetuosamente de la jerarquía reconozca formalmente como uno de los derechos inalienables de los padres escoger los medios para llevar a cabo la transmisión planificadora y responsable de la vida”
“(Se pide) una toma de posición clara por parte de las autoridades docentes de la Iglesia, que se centre sobre los valores fundamentales, morales y espirituales, sin proponer ella misma soluciones científicas y técnicas para realizar una paternidad responsable, y dejando la elección de los medios a los padres, actuando conforme a su fe cristiana y sobre la base de la consulta médica y científica”.
Este proyecto de resolución, que obtuvo en la asamblea de presidentes 67 votos a favor, 25 en contra y 10 abstenciones, produjo tal escándalo que el presidente de la Comisión eclesiástica del Congreso, que apenas intervino para corregir desviaciones doctrinales de orden moral, se vio obligado a advertir en Osservatore Romano, del 2 de octubre de 1967: “Por lo que se refiere en particular a la frase dejando la elección de los medios a los padres, actuando conforme a su fe cristiana, es evidente que ha de interpretarse en el sentido claramente indicado por el concilio Vaticano II, en los puntos 50 B y 51 C de la constitución Gaudium et Spes, es decir, `a la fe cristiana aclarada por el magisterio en la Iglesia´, pues la `índole moral de la conducta no depende sólo de la sincera intención de los motivos, sino de criterios objetivos”.
Los proyectos de resolución sobre otros temas debatidos en las distintas comisiones discurrieron, en general, sobre la línea que hizo que alguien, como Pierre Lemaire, y su revista Defense des Foyer, calificase al Congreso como “anárquico y revolucionario”.
Por su parte, el congresista Ignacio Ojeda puso de manifiesto su impresión de haber participado en algo así como una especie de “ONU de aficionados”, y se preguntaba: “¿Acaso es admisible aprovecharse de la resonancia que pueda tener un Congreso de Apostolado Seglar para politizar los criterios evangélicos en aras de determinada ideología? ¿Es cierto, como creían muchos de los asistentes, que las conclusiones estaban ya prefabricadas? ¿Ha sido el Congreso manejado por un trust de profesionales del Apostolado, que actúa como grupo de presión en nombre de una determinada democracia?”
Universitas, revista de la Pontificia universidad católica de Santa María de los Buenos Aires, en su número 3, de diciembre de 1967 (págs. 73 y 74), resumía así el Congreso: “(no logró) que las deliberaciones se circunscribieran a lo que realmente interesaba tratar y que los congresales no se dejaran seducir por el fácil atractivo de tópicos y lugares comunes en boga… se habló de racismo, de las dictaduras, de democracia y más democracia, de los organismos internacionales, de la política mundial, del control de natalidad, de viajes interplanetarios y de satélites artificiales, de teología de la liberación, de la mujer y, también, del Apostolado de los laicos.
Flotó en el ambiente una como sobreestimación del Congreso, arrogándose algunos de sus miembros una representatividad que no les correspondía, olvidándose que sólo la sagrada jerarquía representa al pueblo de Dios”.
Como prueba de que el juicio de Universitas no es erróneo, puedo aducir, como antes señalé, algunos proyectos de resolución en los que se proponía:
“Que se acepte a la República Popular China como miembro de las Naciones Unidas”.
“Que el Estado confesional de cualquier religión (se considere) una limitación inaceptable de los derechos del hombre”.
“(Que) el deber de cristiano es tomar el partido de los oprimidos, cualesquiera que sea su raza, religión o conciencia (por lo que) se pide a los cristianos (que) se comprometan en cualquier actividad orientada a su emancipación efectiva”.
“Que se estudien las formas de participación efectivas (para) que los laicos verdaderamente representativos -por supuesto elegidos- puedan intervenir en el nombramiento de nuevos obispos residentes y auxiliares de las diócesis”.
“Que consideren los métodos de consulta a través de los cuales los miembros de la Iglesia puedan participar más plenamente en la designación de aquellos que ocupen puestos de autoridad y responsabilidad (en) la misma”.
“(Que se denuncie) el régimen económico actual del mundo llamado libre, (que) impide a millares de seres humanos vivir y desarrollarse digna e integralmente como hijos de Dios” (no se pide -apostillo-la condena de los regímenes económicos marxistas, que no sólo impiden ese desarrollo sino que persiguen a los cristianos).
Dos proyectos de resolución
Especial atención merecen por su trascendencia dos proyectos de resolución. Me refiero a los que pedían una organización de laicos y el sacerdocio para la mujer.
El presidente del comité de dirección COPECIAL, profesor Sugranyes, por lo que respecta a la organización del laicado, tuvo que manifestar en una rueda de prensa que los seglares no habían venido a Roma a rehacer la Iglesia a su estilo y de arriba a abajo. “No se trata -añadió- de formar un sindicato de laicos que se oponga a la Iglesia jerárquica”. Sin embargo, que de ello se trataba lo revela la propuesta de crear “la Organización Mundial de los laicos, cuya dirección, control y supervisión deben ser confiados a un organismo elegido según procedimientos democráticos por los representantes de todos los países del mundo”. “A tal fin, todos los delegados… al volver a sus países (deben) trabajar inmediata y constantemente para la formación democrática a todos los niveles de la Organización mundial del laicado”.
Por lo que respecta a la recepción por la mujer del sacramento del Orden, la Alianza Internacional Santa Juana de Arco presentó a la Asamblea de Presidentes un proyecto de resolución solicitando “que la Iglesia dé a las mujeres plenos derechos y responsabilidades como cristianas, tanto en el laicado como en el sacerdocio”. El proyecto de resolución tuvo tan sólo dos votos en contra, uno español (el mío), y otro del Apostolado castrense internacional. El texto definitivo de la propuesta fue rectificado, ello no obstante, en los siguientes términos: “que se emprenda un serio estudio sobre el lugar de la mujer en el orden sacramental y dentro de la Iglesia”.
Es lógico que Pablo VI tuviera información fidedigna y detallada de cómo iba definiendose el Congreso y del ambiente que se respiraba en el mismo. No puede extrañarnos, por consiguiente, su discurso a los congresistas y a los obispos del Sinodo, en la basílica de San Pedro, el 15 de octubre de 1967, Día Mundial de Oración. En ese discurso, de forma enérgica y terminante, rechazó este espíritu y la letra de dicho ambiente. Me limito a reproducir las palabras de Su Santidad:
“¿No habría que admitir que de aquí en adelante haya en la Iglesia dos jerarquías paralelas, algo así como dos organizaciones que existan una junto a otra…? Pero esto sería olvidar la estructura de la Iglesia, tal y como Cristo quiso que fuera… El decreto sobre el Apostolado de los seglares tuvo cuidado de recordar que Cristo confirió a los apóstoles y a sus sucesores el encargo de enseñar, santificar y regir en su propio nombre y autoridad (número 2). Por ello, cualquiera que pretenda actuar sin la jerarquía, o contra ella, en el campo del padre de familia, puede ser comparado con una rama atrofiada, por no estar conectada con el tronco que le proporciona la savia. Como la Historia lo ha demostrado, tan sólo será una gota de agua separada de la gran corriente, que termina de un modo miserable por sumirse en la nada”.
Creo que Su Santidad estuvo lo suficientemente claro. Hubo, sin duda, quienes se dieron por aludidos. En el número 36 de Apostolado laical, José Manuel Ribera afirmaba: “Me decepcionó el discurso del Papa”, y Enrique Miret Magdalena decía: “Yo también estoy en desacuerdo. El discurso del Papa ha sido poco alentador y poco claro”, añadiendo que “el único temor que al parecer había era ver si en algunas intervenciones podía haber desviaciones doctrinales”. No puede olvidarse -concluye Miret Magdalena- que “el pueblo fiel… es verdaderamente la base única que tiene la Iglesia para estructurarse. Si no contara con él, la Iglesia operaría en el vacío”.
No voy a analizar la doctrina de quienes disintieron del Papa y, en último término, de la doctrina tradicional de la Iglesia basada en la divina Revelación. Me limito a recoger la protesta lógica de algunos de nuestros delegados por las declaraciones citadas.
Una de dichas protestas la formuló Pilar Careaga de Lequerica -una gran señora, ingeniero industrial, que fue alcaldesa de Bilbao-en carta de 27 de diciembre de 1967. Se pronunció así: “Disiento rotundamente de la opinión del señor Ribera cuando dice me decepcionó el discurso del Papa, que no ha sido el que yo esperaba, y disiento, con igual rotundidad, del parecer del señor Miret, cuando dice que el discurso del Papa ha sido poco alentador, poco claro. Por medio de sendas cartas, dirigidas, una a mi prelado diocesano, el señor obispo de Bilbao, y otra a monseñor Guerra Campos, obispo presidente de UNAS, elevé en su día mi respetuosa y firme protesta por esas declaraciones expuestas por dos miembros de la Delegación española, que ostentan cargos de responsabilidad en el apostado seglar”.
Por su parte, Antonio Fuertes Grasa, en una carta circular de 21 de octubre de 1967, que envió al resto de los delegados españoles, haciendo referencia a las declaraciones de Manuel Ribera y de Enrique Miret, en las que afirman que “la decepción más hiriente que han tenido en el III Congreso Mundial ha sido el discurso que nos dirigió el Papa”, dice: “¿No será que el discurso del Papa ha puesto los dedos en la llaga y nos ha escocido?”.
A pesar de que nuestra postura se identificaba con la del Papa, aunque estuviéramos en clara minoría, el espíritu crítico se cebó contra nosotros en determinados medios, aún teniendo que reconocer que durante el Congreso pudo advertirse que “la reacción contra una tutela efectiva ejercitada por el clero rozó un poco con el anticlericalismo, (y que) el Comité de resoluciones tuvo que rechazar alguna propuesta por ser de tipo político” (Apostolado Laical, número 36, de 15 de noviembre de 1967, página 286).
En la revista a que acabamos de aludir, y en el número citado, se nos tacha de “minoría descontenta”, asegurando que nuestra “postura (fue) tan negativa (y) tan privada de fundamento que su significado (puede considerarse) casi nulo”.
El P. Ricardo Sanchiz, SJ, en Razón y Fe, número 839, de diciembre de 1967, páginas 475/6, escribía que quitando algunas loables excepciones, el laicado español carecía de preparación doctrinal que le permitiera valorar el sentido de muchas de las cosas expresadas tanto en los carrefours como en las conferencias. La extrañeza y el horror que suscitó en varios de estos delegados una alusión al sacerdocio femenino, como si fuera una inaudita novedad (cuando hace bastantes años que es objeto de estudio entre teólogos),… es indicio de que la formación de los seglares españoles no era suficiente para intervenir en una asamblea de este tipo y, en general, para asumir las responsabilidades que hoy le tocan al seglar católico”.
El mismo P. Sanchiz, SJ, en Sal Terrae, de 11 de noviembre de 1.967, nos descalificaba así: “La actuación de la delegación española no fue muy brillante, (fue) pobre”, (añadiendo) que “en la asamblea de jefes de Delegación, en la que se trataba del envío de un memorandum al Sínodo, los dos presidentes se contradijeron en los votos”.
No voy a criticar esta crítica, que me parece injusta, que no está de acuerdo con la realidad, y que, en cuanto a criterios dispares -de haber existido- tenía el amparo del Reglamento del Congreso, conforme al cual “durante las deliberaciones del mismo cada miembro de la delegación podrá expresar con libertad lo que en conciencia opine sobre la cuestión de que se trate”. Como presidente adjunto de la llamada Delegación oficial española me opuse a que dicho memorandum se remitiese al Sínodo de Obispos.
En mi intervención, para justificar mi negativa, dije, entre otras cosas, lo siguiente:
1º. Consideramos contrario al espíritu democrático que debe presidir las actuaciones del Congreso, y a la mayoría de edad reconocida por el Concilio al laicado adulto, el que se presente a la aprobación de las Delegaciones una resolución preelaborada, sin conocimiento ni reflexión previa de los congresistas en diálogo abierto.
2º. Se juzga prematuro que se presente esta comunicación antes de terminar las tareas del Congreso, ya que el tema del diálogo en el interior de la Iglesia va a ser tratado expresamente en uno de los carrefours de la segunda parte.
3º. Se considera impropio dirigir este tipo de comunicación del Congreso al Sínodo de Obispos, ya que las funciones de este órgano son meramente consultivas, en principio, y se limitan a asesorar al Papa en las cuestiones que Su Santidad le haya sometido previamente, y no en otras que puedan presentarle otras personas o entidades de la Iglesia.
4º. Se cree, por tanto, que la proyectada comunicación debe ser eliminada y que cuanto el Congreso haya de decir sobre el tema, sea presentado al Santo Padre por los cauces ordinarios, en el mismo momento y en la misma forma que el resto de las conclusiones”.
Quiero hacer constar que en el proyecto de memorandum se indicaba que “deberán crearse estructuras representativas (de laicos) en los distintos niveles de la Organización de la Iglesia (a través de los cuales) podrán expresarse las voces del Episcopado y del laicado.”
No es cierta, además, la afirmación del P. Sanchiz, SJ, de que “en la Asamblea de jefes de Delegaciones, en la que se trató el envío de un memorandum al Sínodo, los presidentes se contradijeran en los votos”. El famoso escrito al Sínodo, en los términos en que se presentó a la Asamblea, fue rechazado. Los delegados españoles nos reunimos dos veces, una en la residencia de las Madres Concepcionistas, de Monte del Gallo, y otra en el Colegio Español, y aprobamos que si se mantenía sustancialmente el texto del memorandum, nos abstuviéramos, y, si se modificaba, votásemos libremente. La delegación española aprobó el texto ponderado y respetuoso que la delegación inglesa opuso al Comité de Dirección. Rechazado el texto de los ingleses, la delegación española, al estimar que el Comité no había sido sustancialmente variado, se abstuvo de votar. En ningún momento, ni en esta ocasión tampoco, los dos presidentes se contradijeron.
En cualquier caso, Apostolado Laical (revista a la que tantas veces nos hemos remitido) entendía, con todo desparpajo (nº 36, de 15 de noviembre de 1.967, página 289), que la “minoría descontenta”, en la que me incluyo, formaba parte del “grupo de defensores del desorden establecido, que identificaba la práctica de la religión con un devocionismo inoperante. Menos mal que el Congreso -concluye- considera superado un tipo de catolicismo que podríamos llamar de derechas.”
La conferencia de clausura del Congreso corrió a cargo de Joaquín Ruíz Giménez, presidente de Pax Romana, consultor del Comité de Organización y ex embajador de España ante la Santa Sede. Su título: Nuevos horizontes para el pueblo de Dios.
Ruiz Giménez citó, para enjuiciar al Congreso, a Baltasar Gracián, afirmando, con palabras del mismo, que había tenido “tantos defectos que no parece tener vicios, y tantos vicios, que parece no tener defectos”. Pero lo destacable de su conferencia fue el párrafo en el que pedía al Papa que nos ayudara a ser fieles en la fe, pero “fieles no sólo en contacto con quienes no la tienen, sino también en el roce con quienes tienen demasiada fe… la fe marmórea, monolítica y sin fisuras, de los corazones de piedra, pero no la fe tierna, flexible, amorosa de los corazones de hombres.” Con palabras del Evangelio, ligeramente adaptadas -concluyó- “nos atreveríamos a decirles: hombres de mucha fe, ¿por qué dudáis?”.
Yo estaba presente y puedo dar testimonio del rechazo con que fueron acogidas esas palabras de Ruiz Giménez. El binomio fe monolítica y fe flexible no pareció acertado, porque es la fe, transida por la caridad, pero marmórea, la que mueve las montañas, y la que movía a Jesús a hacer los milagros que nos recuerda el Evangelio. Modificar -y no ligeramente, como dijo- las palabras de Jesús a los apóstoles durante la travesía en el lago de Tiberíades (Mt. 6, 25/30), no pareció afortunado, y muchos de los presentes, entre ellos los obispos, abandonaron la sala. José Manuel Ribera Casado, compartiendo, sin duda, el punto de vista del conferenciante, manifestó, en el número últimamente mencionado de Apostolado Laical: “Me produjo una pésima impresión ver que en la sesión de clausura los obispos y los cardenales se fueran… Aquella salida en masa me pareció un signo de distanciamiento”.
Este distanciamineto entre Jerarquía y Congreso fue para mí algo evidente, a juzgar no sólo por las palabras del Papa, en la Basílica de San Pedro, el 15 de octubre de 1967, sino porque no hubo, que yo sepa, aprobación por Su Santidad de las ocho Conclusiones leídas en la sesión de clausura, así como convocatoria de otro Congreso mundial para el apostolado de los laicos.
Publiqué un artículo en Fuerza Nueva sobre este III Congreso Internacional de Apostolado de los Laicos, en el que exponía, en síntesis, lo que acabo de relatar. Me tomé la libertad de remitir a don José Guerra Campos un ejemplar, quien me contestó amablemente. “Gracias por el ejemplar de Fuerza Nueva, con un artículo -muy acertado- sobre el Congreso de Apostolado Seglar.
Ya lo había leído pues tengo la revista como suscriptor. Suyo en Cristo”.