¿Ponerle al sistema la otra mejilla? No, gracias
Al pueblo gaditano de San Fernando.- Amanece de nuevo ETA, y ello es tan natural, dados los representantes que tiene el Estado, que hace tiempo pasé de la indignación a la indiferencia. Escrito quedó lo que dije antes de las elecciones de 2008 sobre la victoria del terrorismo vasco. No quiero borrar de mi memoria al millar de víctimas españolas, pero tampoco veo voluntad reparadora ni siquiera en sus familias, más allá de la grandilocuencia de unos gestos tan dramáticos como inútiles. No sé que más cosas tienen que pasar para que los damnificados por este sistema le den definitivamente la espalda. ¿Cómo puede seguir manteniendo su adhesión a esta cosa corrompida el infeliz que puede dar con sus huesos en un sórdido calabozo por una denuncia falsa de su pareja? ¿O el español que pierde su trabajo porque las leyes de discriminación positiva hacen aconsejable la contratación de extranjeros? ¿O el padre y la madre, sin voz ni voto, que sufren los embates de una ley del menor que sacraliza la cultura del mínimo esfuerzo y penaliza la disciplina hasta en los hogares? Son sólo tres ejemplos de los miles que harían inacabable esta opinión.
Escrito dejo también que, dentro de los actuales márgenes legales, los españoles que viven extramuros del pesebre no deben esperar gran cosa, salvo aceptar sin rechistar lo que una casta partidaria les proponga en cuestiones políticas, culturales, económicas, familiares y morales. Lo mejor que podría decirse de este sistema orwelliano con apariencia democrática ha sido su capacidad para narcotizar millones de conciencias. De nuevo tengo que hacer uso de la memoria histórica (la de verdad) para explicar determinadas cosas que ocurren hoy.
Mala cosa es una guerra civil, y nosotros hemos producido conflictos de este tipo con exceso nada recomendable, por lo que la casta salida de 1.978 meditó sobre sus causas y convino que la mejor forma de precavernos sería modificando el patrón de vida de los españoles. Un pueblo mediocre y resignado sería siempre mejor que otro que luchara interiormente cuando las cosas van mal, hasta conseguir vencerse, reforzando así su patriotismo, su seguridad, su personalidad histórica y su entereza espiritual. Hemos permitido sin rechistar que unos caballeros nos impongan una visión distorsionada de nuestro pasado para evitar que cualquier comparativa con el presente les terminara salpicando. Esos caballeros nos han impuesto su visión de la historia, de las relaciones humanas, del dinero, de la ética… He de admitir que la capacidad disuasoria de esos caballeros es bastante amplia. Tanta como para inducirnos a creer o rechazar lo que a ellos les interese en cada momento. Columbro que nada de esto habría sucedido sin el sustento de algunas complicidades reales.
Nuestra Guerra Civil -a la que Eisenhower llamó Cruzada en Europa- cerró un ciclo abierto con la Guerra de la Independencia. Esta contienda es unánimemente aceptada por todos los españoles, y, sin embargo, la flor y nata de la inteligencia española, de su política, de su aristocracia, de su milicia, y también de zonas estrictamente llanas, se escalonaron junto al invasor francés. Éstos fueron los afrancesados. ¿No fue pues, aquella también, en cierto sentido, una guerra civil, y nadie le pone pegas? Angulema, nueve añitos después, con su paseo militar desde el Pirineo al Trocadero, ¿no es sino la consecuencia de una capitulación del pueblo español sobre sí mismo, comparable a la de ahora?
No solamente fue vil en aquel trance el rey Fernando VII, sino muchos victoriosos de 1814, que sirvieron la revancha de sus vencidos por error táctico e ideológico. A mí la verdad es que a los cien mil hijos de San Luis cada día les encuentro más parecido con los siete redactores de nuestra Carta Magna. Claro que expliquele usted todas estas cosas a los indignados del 15-M. ¿Indignados en 2011 cuando este desastre ya lo anticiparon en la segunda mitad de los 70 nuestros nuevos empecinados, torrejones y castaños? No hubo más que ver el número de ‘sanpablitos’ iluminados en el Damasco de la prensa diaria o semanal por el soplo democrático para darse cuenta de lo eficaz que era aceptar aquello. Se rehicieron virgos políticos en cómodos plazos electorales, y algunos se quitaron el sudor de la España dura, trabajadora y orgullosa con desodorantes de urgencia, pero sin pasar por la ducha.
La solidaridad entre los españoles ha saltado hecha pedazos porque el Estado autonómico contiene todos los ingredientes para la disgregación y el rencor entre las regiones. La moral ha saltado hecha trizas porque a los padres de la patria les interesa más una nación que lo relativice todo, excepto el concepto dogmático de la democracia liberal. La economía ha salido tan mal parada porque no hemos tenido la voluntad ni el coraje de exigir que las naciones y los pueblos soberanos estén muy por encima de los mercados y de los clubes políticos y financieros internacionales.
Ya ni siquiera los creyentes tienen el cuajo cristiano de otras épocas. Esta España es ya algo que ni se ve, ni se siente, ni se huele, ni se tacta, salvo por las tartarinadas de la telebasura y por los líos de alcoba que nos ha dejado el artículo 2 de la Constitución.