Está siendo uno de esos casos tipo de esquizofrenia que la ciencia debería explicarnos algún día. A la izquierda le ha entrado un temblorcillo sentimental con el drama de las víctimas del doble atentado en Noruega, de la que Alfred Nobel decía que había sido puesta allí al resguardo de los vientos. Ignoro por qué pero siento que los testimonios de estos días en la prensa tienen el regusto amargo de épocas pasadas.

La progresía, miren por donde, ha desempolvado a Goebbels del baúl de los recuerdos. El asesinato de un funcionario alemán en París en manos de un adolescente judío sirvió a los planes de desquite de los nazis. No importó que el adolescente actuara sólo y careciera de cómplices. En la noche del 9 de noviembre de 1938 hubo un estallido de violencia contra los judíos en todo el Reich. Parecía imprevisto, provocado por la furia de los alemanes por el asesinato del funcionario nazi en París. En realidad, el ministro de propaganda alemán Joseph Goebbels y otros nazis habían organizado cuidadosamente el linchamiento. Había que liquidar cuentas pendientes con los judíos. Los ‘camisas pardas’ se emplearon a fondo ese día. El suceso pasó a conocerse como Kristallnacht, la “Noche de los cristales rotos”.

Desde entonces nunca se había manipulado tanto un suceso luctuoso para provocar una reacción tan furibunda e irracional como la que se vive estos días. Los judíos de hoy son todos esos partidos identitarios que, en el ejercicio de una libertad que las democracias liberales garantizan más a unos que a otros, han decidido no bailar al son de la misma música que el resto. Es de una incoherencia inconmensurable que se presente a Anders B. Breivik con la única carta credencial de su supuesta islamofobia, cuando nadie hasta ahora ha sido capaz de encontrar un sólo musulmán entre sus 76 víctimas mortales.

La izquierda política y mediática no parecen dar ningún valor a que Anders Breivik tenga otras militancias tan o más llamativas, entre ellas el ecologismo y la masonería. Seguro que muchos progres de moral de embudo tendrían otra imagen del homicida si se hiciera hincapié en esas otras pasiones, por lo general relacionadas con el progresismo.

La empresa agraria del noruego se dedicaba a los cultivos ecológicos y vendía sus productos con la etiqueta “bio”. También estaba orgulloso de pertenecer a la logia Saint John, evocación masónica muy extendida entre muchos dirigentes de la socialdemocracia escandinava. Lo único que parece importar es que Breivik estaba obsesionado con el islam, aunque no se nos aclare por qué entonces no mató a musulmanes y sí a jóvenes noruegos de origen cristiano. ¿Por qué se nos sigue presentando al noruego como el producto arquetipo de un extremismo xenófobo de derecha y no como a un simple tarado mental, ecologista y masón, producto de una sociedad sin valores profundos a los que atenerse.

La izquierda europea, tan compasiva con los muertos cuando pueden ser instrumentalizados políticamente contra sus adversarios políticos, parece sentirse algo menos impulsiva a la hora de fingir el mismo arrobamiento con las miles de víctimas del terrorismo islámico. El año pasado, cerca de 800 mujeres paquistaníes perecieron asesinadas por haber mancillado el honor de sus familias. Ningún dirigente de la progresía casposa europea sugirió la conveniencia de celebrar una cumbre en Islamabad para poner coto a tantos horrores. Cada año miles de cristianos son asesinados, torturados y mutilados en países musulmanes. Ningún progre hace siquiera el amago de rasgarse la camisa en señal de protesta. Nadie de la izquierda vincula tales crimenes con la “cristianofobia” latente en muchos países. La izquierda sostiene que se trata de un problema coyuntural y que los autores de los atroces asesinatos contra cristianos no son musulmanes, sino almas en pena que hay que reconducir y traer a Europa para que aprendan a convivir según el manual genuino de los que delinquen políticamente.

Escrita a espada, a faca o a navaja barbera, la feroz crónica de estos días en la prensa progre contra sus enemigos imaginarios la hubiese firmado el mismísimo Goebbels en el Volkicher Beobachter, órgano oficial del partido nazi.