El comedor de los niños hambrientos de Larache o la superioridad moral del Cristianismo
A la altura del número 50 de Muley Abdelah, en Larache, todavía se mantiene en pie el viejo colegio español de señoritas por cuyas aulas pasaron las hijas de los militares y funcionarios del antiguo protectorado de Marruecos. Es un edificio de los años veinte, encalado, con las cancelas y las persianas de azul celeste. Esconde dentro un jardincito de yucas y rosales y un huerto de naranjos y limones en el patio de atrás cuya quietud contrasta con la algarabía del mercado y la vecina y ennegrecida estación de autobuses.
Tres franciscanas bien entradas en años (Sor Jesusa tiene ochenta y dos) decidieron hace unos años darle una nueva vida al edificio, desempolvar sus muebles apolillados y abrir las ventanas y las puertas al aire fresco del Atlántico. Desde entonces, cada mañana, cuando Sor Teresa abre la cancela celeste de la entrada, un enjambre niños hambrientos atraviesa corriendo el jardincito de las yucas hacia el comedor de la primera planta. Los traen sus madres o parientes desde los tugurios de la ciudad y, en cuanto se sientan a la mesa, levantan su plato hacia Sor Carmen, que recorre el comedor con una olla de lentejas y un saco de pan. Cuando están todos servidos la monja dice Bismihllá y los niños la siguen con una oración en árabe en la que agradecen a Alláh poder comer un día más.
Teresa nos comenta que los colegios públicos de Marruecos sólo ofrecen comedor gratuito para los niños de seis años en adelante. Hasta que los pequeños no cumplen esa edad debe ser su familia la que les proporcione el alimento. Y cuando los padres no tienen trabajo o han muerto, o las madres no estuvieron nunca casadas y no encuentran empleo ni tienen ninguna formación profesional surge un grave problema. Esas son las circunstancias de la mayoría de los más de ciento cincuenta niños y niñas que, atropelladamente y entre risas, acuden cada mañana al comedor infantil de Larache. El más pequeño de ellos tiene dos meses; su madre tiene que trabajar todo el día y, como no tiene a nadie, lo deja desde bien temprano en las manos cariñosas de estas monjas-ángeles que lo acunan y le dan el biberón junto a otros quince o veinte bebés en iguales circunstancias. Una habitación llena de cunitas de hierro y parquecitos desechados en el primer mundo se atiborra a diario de los lloriqueos y las risas de quienes nacieron en el sitio equivocado. Las madres aprovechan para recoger de la cocina un paquete de arroz o unas tabletas de chocolate y unos trozos de pan. ¿Quién paga esto? -le preguntamos a las monjas-. Pues nosotras –nos dicen-, con lo que nos queda de la jubilación en España (fueron maestras o enfermeras), y lo que nos envía una parroquia de Huelva todos los meses.
Al visitante le maravilla la familiaridad entre las madres o abuelas, las monjas, los niños y las cocineras. Por el edificio deambulan musulmanas con velo y sin él, y cristianas –las franciscanas- con velo y sin él. Aquí nadie intenta convencer a nadie de nada. Una mujer marroquí preguntó un día a una de las monjas que por qué no rezaban como ellas. Y la monja, que ya sabía lo respetadas que eran las madres en las sociedades musulmanas, le contestó que ella rezaba, igual que la musulmana, como había aprendido a hacerlo de su madre.
Dar de comer a ciento cincuenta niños cuesta unos cincuenta euros al día. Así, si a uno le apetece, sólo tiene que comprar los ingredientes para un gran guiso de arroz en el mercado cercano y pedirle la olla y los fogones a Fátima, la cocinera. O puede recoger juguetes y transportarlos hasta allí y repartirlos personalmente entre los diminutos usuarios del comedor: niños que no han tenido nunca un cochecito roto de scalextric ni un clic ni una barbie. Me consta que son ya varias las familias españolas que no viajan a Marruecos si no es con unas cuantas maletas de ropa de niño, juguetes o alimentos para el comedor.
Al final de cada visita uno tiene siempre la sensación de haber presenciado en vivo la parábola evangélica del buen samaritano: la que, en la tradición cristiana, sirve para explicar el deber de los hombres y mujeres para con sus semejantes más necesitados, sean del pueblo y la nación que sean.
La monja que nos despide, como siempre, quiere que me lleve de la cocina unos chocolates y una cajita de queso en porciones para mis hijos pequeños, que hoy han ayudado a dar de comer a sus hermanos pobres. Abrumado acabo por aceptarlos y mientras me alejo por la avenida hacia la casa de mi suegra sigo oyendo las vocecillas infantiles de los niños más pobres de Larache correteando por el huertecillo de los naranjos. De hecho, desde la primera vez que visitamos aquella casa no hemos dejado de oir a los niños de Larache pidiendo su plato de comida. Que siempre lo encuentren, Amén.