De mi primer encuentro con Anglada en 2010. Amanece con lluvia el domingo, y ello es tan poco natural en el sur, que casi se me olvida dar las gracias a Dios por ello. Viajo a Jaén para reunirme con Josep Anglada, la estrella mediática del momento en Cataluña y fuera de ella. Hemos quedado en el Castillo de Santa Catalina, el bellísimo parador medieval de la ciudad del Santo Reino. Estoy en grado de poder informar que, de aquí a nada, Josep Anglada será el catalán más conocido y querido fuera de Cataluña. Su llegada puso al hotel patas arriba. Se ve que las buenas causas tienen patente de corso lo mismo en Cataluña que en Murcia o Jaén.

Los clientes del establecimiento le dedican espontáneas frases de ánimo y apoyo. El fulgor anímico es tal que la dirección del hotel le propone incluso ser la imagen turística del establecimiento. «Desde Jesús Gil, que estuvo aquí en el 93, ningún político había causado tanto revuelo», me comenta el educado, culto y entrañable Francisco Vílchez, uno de los responsables de esa joya arquitectónica convertida en emblema hotelero de la oferta turística andaluza.

Por lo general prudente en asuntos políticos que a veces riñen con los del comer, Francisco se lanza y le desea a Josep Anglada, ya sin remilgos, su presencia política al frente de esta querida y preocupante realidad llamada España. Anglada se deja querer y deduzco que esa es su principal virtud política. Tiene también el mérito de haber logrado que hasta los escépticos nos sintamos dichosamente encauzados al firme propósito de que nos caigan mejor los catalanes. Desde 1.975, ningún español puso tan en alza el valor de lo que a todos nos une como este vicense de gesto pausado y verbo apasionado. El ‘seny’ recobra vigencia entre murallas románicas y un mar de olivos.

Los guerrilleros de Isidre Llusà Casanova, el tamborilero del Bruc, habrán sentido pasar por sus corazones viejos, desengañados, muertos, el alentador soplo de la esperanza. La catástrofe que para los partidos tradicionales empezó en Vic el mes de marzo de 2007, puede consumarse en las elecciones autonómicas del 25 de noviembre con eso que en el mus se llama la muerte dulce. Dulce o no la derrota es la muerte. La muerte de un modelo de hacer política contrario al pueblo y a espalda de su porvenir. Con ejemplar cinismo declararon los políticos tradicionales que lo ocurrido en Vic no tendría consecuencas para otras partes de Cataluña, se supone que alzando una barricada defensiva del crédito nacionalista en la extinguida confianza de sus votantes, socios y clientela. ¿Qué opinará el imán de Tarrasa?

Nunca un estilo de hacer política, como el que en Cataluña encarnan los partidos de guardarropía, gozó de mayor intensidad y velocidad el cenit y el ocaso de su glorioso poderío. En 1.978, CiU, PSC, PSUC y ERC eran siglas resonantes que concitaban plácemes y aunaban esperanzas de mejora. Treinta años después, la púrpura se encierra con siete llaves en el baúl de la abuelita, sin que el catalán de a pie alcance a comprender por qué a esos políticos vinagreros y paniaguados les interesará menos la reversión demográfica, espiritual y cultural de Cataluña que poner una pica en el resto de España. O por qué prefieren el idioma materno de los «nous catalans» que un rótulo comercial en la lengua que orla las mejores obras de los catalanes Eduardo Mendoza, Juan Marsé, Vidal-Folch, Ildefonso Falcones e incluso la mismísima Rosa Regás. Eso es, según se dice, el sentir de la opinión catalana, y yo, que no soy nadie, me atrevo a suponer que nada más lejos de la realidad. Será en esta crisis de identidad, ganada a pulso desde que Artur Mas y sus acólitos se entregaron a la orgía de la fe nacionalista en la convergencia con el islam, donde el viejo Pau Gallifa encuentre el pulso, el estilo y la ambición. Y quien dice Pau Gallifa dice Josep Anglada.

Cataluña parece haber encontrado el resorte vital que le permita recobrarse, porque se quiera o no, asesinado entre ideólogos de ambos bandos el sueño de una Cataluña genuinamente occidental y, por consiguiente, auténticamente catalana, no será Solidaritat, ni la incalificable CUP, ni mucho menos CiU- pequeños y dispersos retretes antiespañoles- quienes conduzcan a Cataluña a su destino histórico.

Los catalanes en cuyo seny confiamos deberán espabilar en esta crisis si no quieren terminar siendo gobernados por los conmilitones del imán de Lérida, otro que tal. Alguien tiene derecho a querer impedirlo en este momento preciso de la historia. Alguien que arregle, con el aire de un decoroso deber moral, los errores de los gobiernos democráticos desde 1.986: leyes de extranjería y papeles para todos.

A los inmigranes musulmanes -decía el histórico republicano Heribert Barrera- no basta con negarles la ciudadanía, hay que echarles de nuestra tierra. Marta Ferrusola, esposa de Jordi Pujol, llegó más lejos y comparó la inmigración con un pelotón de fusileros presto para acabar con cualquier asomo de vida catalana. Fueron los ‘Pepillo Grillo’ de sus respectivos partidos, víctimas de esa encrucijada pastelera donde el cálculo electoral se sobrepone al imperio moral. Podían haber optado por la lealtad a Cataluña. Prefieren en cambio demonizar cualquier conciencia política recta que en ellos nunca hallará cobijo.

La exaltada Rahola responde con histerismo al contemplar la llegada de Josep Anglada a un terreno que ella considera coto exclusivo. Aunque nada chistosa y de inteligencia poco menos que discreta, yo también me río mucho con Rahola. Pero no de la ex acompañante de Àngel Colom, sino de la fanática tertuliana cuya fobia feroz, puesta al servicio de la ensoñación independentista y no de la realidad que viven y padecen las personas de Cataluña, terminará fracasando tercamente.

Anglada es un político con porvenir. Rahola es una política con historias. La sóla mención de España surte el efecto resorte de humedecer los ojos de Anglada. La cuentista Rahola ama más la patria judía que a la suya propia. Anglada siempre se mantuvo en sus trece y Rahola es de las que pastorean al sol que más calienta. Puesto a elegir un amigo, me quedaría con Anglada y nunca con Rahola. Anglada puede ser políticamente incorrecto. Rahola es simplemente grotesca. Su hediondez política sólo es comparable al sectarismo de otro converso: el charnego López Tena. Su Cataluña se desenvuelve entre las aristas lingüísticas de su valenciano catalanizado y el drama de tener que arrastrar unos apellidos tan castellanos. Todos los tamborileos de Mumbrú que oyó fue gracias al cine sonoro en su Sagunto natal, provincia de Valencia. Y como portavoz de Solidaritat, en un instante dramático y decisivo de la historia de Cataluña, se ha limitado a ser un buen acompañante de la banda del tres por ciento o un mal prior metodista, con las lamentables consecuencias que los catalanes padecen.

En esta hora difícil, sin embargo, yo confío en Cataluña, aunque su casta dirigente parezca trabajar a las órdenes de Francis Ford Coppola. La Cataluña de Josep Anglada i Rius puede contar conmigo.