Atropello masivo en Toronto, Canadá.

AR.- Al menos diez personas resultaron muertas y otras quince heridas en Toronto (Canadá) cuando una furgoneta se subió a la acera de una de las principales calles de la ciudad y arrolló a un grupo de viandantes, informó la Policía.

El autor de la masacre es Alek Minassian, sobre el que las autoridades canadienses guardan un sorprendente silencio 24 horas después del suceso. A nadie parece interesarle la naturaleza ideológica de la matanza. Ni un solo dato que corone el perfil asesino de Minassian, ni una sola referencia a los grupos radicales con los que se movía, ninguna mención a posibles contactos en las redes con yihadistas. En cambio, las autoridades del país norteamericano se han apresurado a descartar el terrorismo en el atropello múltiple. Ya se sabe, la obra de un simple enajenado. Uno más. Así hasta la próxima carnicería.

La matanza de Toronto nos confirma lo que este medio y sus colaboradores llevan años lamentando: que pese al cúmulo de víctimas registradas y las que están por llegar, los occidentales ya han aceptado la inmolación como el precio a pagar por la islamización programada de sus países. Nos hemos cansado de señalar, aún a riesgo de las consecuencias legales que en Europa tiene llamar a las cosas por su nombre, que el terrorismo islámico está siendo regado con la corrupción moral de los occidentales (con excepciones tan destacables como las de algunos países), con su renuncia a los valores que nos permitieron ser el principal pilar creativo de la humanidad, con su desapego a cualquier idea trascendente, con su desestimiento hacia cualquier cosa que no haya sido patentada por los amos mundialistas del momento.

Tras el progresismo, la ideología perversa que amenaza a Occidente es el “antinosotrosmismos”. La primera la padecemos, la segunda la cultivamos. El resultado de su combinación es que Occidente, de nuevo, parece más que dispuesto a claudicar de sus principios civilizadores y a dar paso nuevamente a una nueva tiranía en su territorio.

Mientras nos callan la boca a punta de pistola, los valientes intelectuales europeos dirán que se autocensuran por tolerancia; se autoinculparán de todos los males del pasado, mirando hacia Europa, increparán a los patriotas, recitarán loas a la multiculturalidad, proclamarán la imperativa necesidad del mestizaje y nos recordarán la retahíla de siempre: el autor del atentado no es musulmán, el islam en una religión de paz, se trata de un caso aislado…

No estoy tan seguro de quién es el responsable de tanto odio hacia nosotros mismos. No puedo creer que los líderes canadienses estén tan ciegos como para no ver el problema que han creado.

Ahora imagine el lector cuál sería a estas horas la reacción unánime de periodistas y progresistas sin fronteras si al autor del atropello múltiple en Canadá se le hubiese podido vincular con algún grupo de los llamados ultraderechistas. Las voces condenatorias serían tan clamorosas en Canadá como en Europa. Esta ubicuidad moral nos alerta de una degeneración de las democracias liberales ya señalada por pensadores como Tocqueville: un poder inmenso y tutelar que dirige a los hombres y se encarga de suministrarles todos los goces con tal de que no piensen sino en gozar, que recordaría a la autoridad paterna si como esta buscase preparar a los niños para la edad adulta, pero que en realidad solo persigue mantenernos irrevocablemente en la infancia. La ideología de esa democracia degenerada a la que tiende la UE y países como Canadá es la del consumo y la diversión masivas como meta y sentido de la existencia humana. Y ahora también la muerte.

Y como colofón, la torva mirada de los abovinados progresistas, considerando racistas y nazis a quienes nos advierten que la realidad que se vive ya en muchas zonas de Occidente constituye un escenario apocalíptico que, por mucho que nos quieran hacer creer, no responde a un conflicto religioso, al menos directamente, sino a la imposible convivencia de culturas y razas cuyos fundamentos son radicalmente distintos.