Mi particular cárcel
Suena el timbre antes de que salga el sol en un cielo oscuro. El frío invernal humedece mi rostro y congela mi corazón tembloroso. Los escalofríos se suceden por mi espalda cuando pienso lo que pueden hacer hoy mis carceleros.
En soledad me miro a un espejo que no refleja lo que está delante de él. El uniforme me aprieta el cuello, las manos tiemblan cuando me retoco el pelo. Cuanto más parezca uno más, quizás hoy pase desapercibido y no me echen cuenta.
Vamos en profesión al pasar las puertas y acceder a mi jaula. La libertad condicional no hace que mis heridas se curen, pero al menos las postillas detienen la hemorragia. El reloj se congela y el tiempo se hace infinito entre aquellas paredes y verjas.
Las mañanas suelen pasar tranquilas, pero con la salida del sol los torturadores cobran vida y afilan sus lenguas. Sus malas praxis y toda su frustración por su mera existencia la descargan con sus presos, entre los que yo me encuentro.
Las palabras rebotan contra unos oídos sordos que ya se cansaron de escuchar, pero la piel sufre con los golpes o los empujones. Mis pertenencias son basura, mi ser una broma a la que aplastar y mi cara una diana a la que golpear. ¿Dónde está el valor de las novelas en estas ocasiones?
Las autoridades suelen mirar para otro lado en aquella cárcel que un día maldito decidieron edificar. Un infierno en la Tierra que se alarga demasiado para los condenados que deambulamos por sus pasillos y sus salas multiusos.
Cuando puedo respirar en mi libertad condicional tan sólo quiero llorar y desahogar mi frustración. Con desgana dejo mis obligaciones, con pesadumbre miro a mi futuro y las redes sociales suelen ser mi reclamo de una justicia que nunca llega…
El asistir a clase no debería de ser una condena para nadie, la educación es un privilegio.