El acusado, Manuel P., ayer durante el juicio en la Audiencia.

El micrófono devuelve el silencio de Natalia interrumpido por el sonido electrónico de algún aparato. Balbucea, tiembla, se encoge. Ella nunca quiso contar su infierno. Su relato no fue espontáneo ni voluntario. Tenía sólo once años cuando se le escapó decirle a una compañera del colegio de monjas que quizá estaba embarazada. El aviso a Menores puso en marcha un protocolo que la sentó por primera vez frente a un psicólogo. Que tiró del hilo de una maraña de abusos, violaciones y torturas que tenía a tres hombres como protagonistas.

«No puedo, no sé por dónde empezar», tartamudea a la orilla de un pozo muy profundo. La dureza insistente del interrogatorio del Fiscal tampoco ayuda. Esta vez es su padre, Manuel P., quien se sienta en el banquillo. Es importante, le recuerdan, que repita lo que ya declaró ante el juez en 2008. Que relate cómo la humillaba desde los cinco años diciéndole que nadie la quería, que sólo servía para ser prostituta. Cómo la vejaba y la utilizaba para hacer fotografías pornográficas amordazada al cabezal de la cama.

«Abusaba de mí, me ataba y me maltrataba. Mantenía relaciones sexuales conmigo y acabó por penetrarme», consigue verbalizar entre el martilleo de preguntas. Era cada vez que él volvía a Menorca desde Inglaterra para hacer la temporada. «Si lo cuentas te mataré a palos», llegó a decirle. Un día, incluso, la nueva pareja de su progenitor les descubrió juntos en la cama. A la mujer le dio una paliza que le dejó el cuerpo teñido de moretones. A la niña la mandaron a casa de los abuelos.

«Es la persona que más he visto sufrir las consecuencias de unos abusos, y llevo muchos años en esto. Se bloqueaba y se quedaba sin palabras, se iba. No hablaba ni se movía», describe la psicóloga que la trató durante un año y medio. Pasaron meses hasta que pronunció el nombre de su padre en la consulta. Hasta que comenzó a dibujar los cinco años de presunto martirio por los que ayer le juzgaban. Violaciones y abusos de «violencia inusual» y «actitud brutal» por los que la Fiscalía solicita para el acusado 25 años de cárcel.

Porque llegó un momento en que su padre, el que escondía debajo del colchón las cuerdas con las que la ataba, abusaba de ella a diario. Ni siquiera dormía con su novia. «Tanto que hasta se puso celosa y la niña lo entendía», rememora la perito. «Era un sádico conmigo, me pegaba y me amenazaba, pero no me imaginé que con mi hija pudiera hacer lo mismo», confesó ante el tribunal la madre de la víctima.

Su primer violador

No era su primer torturador. Tampoco sería el último. Natalia -nombre ficticio para proteger su identidad- tenía once años también cuando murió su primer violador. Su tío. La noche en que la vela que su madre encendió en recuerdo quemó la mesa del salón, ella creyó que le mandaba una advertencia desde el otro mundo. Cuando un tercer hombre vino a destrozarle el cuerpo y la cabeza, ella ya era poco más que eso: el vivo retrato del horror y el dolor sufridos.

«Ya no distinguía entre afecto y contacto sexual. Tenía una conducta muy sexualizada», razonó la psicóloga. Sólo seguía dándole miedo aquel sadismo que sus familiares habían empleado con ella. Las felaciones en el fondo de la piscina en las que pensó que podía morir ahogada. «La sensación de temer por su vida». Él, el novio de su madre, fue -por el momento- el único condenado por la Justicia con 6,5 años de cárcel. Iba a hablar sólo de él cuando la sentaron frente a la perito. Hoy Natalia tiene una vida de escaparate normalizado. Un trabajo con el que cumple religiosamente. Incluso hijos. Pero se rompe si le preguntan por ese pasado oscuro del agujero. «No sigue un tratamiento ni va a consulta porque no puede hablar de lo que ocurrió», explicó su madre.

Para Manuel P., el progenitor, no hubo abuso sino la venganza por haberse desentendido de su familia y haber dejado de pagar su manutención durante años. «Yo quiero mucho a mis hijas y nunca haría eso. Nunca conseguí ser el padre que debería haber sido y me siento culpable de haberla abandonado tanto tiempo», dice en mitad de un llanto sin lágrimas. El acusado mantuvo su inocencia y alegó que en las fechas en que sucedieron las presuntas agresiones, entre 1999 y 2004, él vivía en Reino Unido. Su defensa, que pidió la absolución, añadió que la víctima, para tener 22 años, debería haber sido «mucho más clara y precisa» en su relato.