A. Robles.- Tiempo lleva ya Pedro Sánchez ejerciendo el liderazgo del PSOE y cada día resulta más difícil conocer las razones de que un mediocre tan notable pudiese alcanzar tamaña responsabilidad. Posee este acreditado canalla una desmesurada ambición de poder. Y no lo digo, ni mucho menos, en sentido peyorativo, ya que semejante cualidad es consustancial con cualquier político de fuste. Es lo que configura la tan justamente llamada erótica del poder que han padecido todos los presidentes de la partitocracia. El problema consiste en su ejercicio; en jugar semejante ambición en favor del pueblo y no del interés personal ni de los prejuicios sectarios de su compañera sentimental (ojo a la elementa).

Su carencia de escrúpulos formales, que le ha permitido establecer los más insospechados pactos y estar dispuesto a firmar los acuerdos menos previsibles, casi siempre contra el interés de España, con tal de que el muy rastrero prolongue su repugnante biografía política. Esa virtud rufianesca fácilmente se trueca en gravísimo defecto, cuando semejante capacidad transaccional deriva hacia el chalaneo y el chanchullo. Y, sobre todo, cuando las materias sobre las que se pacta no son susceptibles de componendas, por afectar a valores fundamentales de la nación. No será preciso explicar el riesgo que corremos de que las políticas pactistas de este indigente mental sean, en realidad, una forzada claudicación ante los que quieren destruir España.

¿Qué pretende con ello? Si hacemos caso de sus declaraciones, profundizar socialmente en la democracia. Y, sin embargo, ¿piensan lo mismo los millones de españoles que no le votaron? Todos creímos alguna vez que la única razón de una democracia era la de servir al pueblo; pero sobre la dolorosa realidad de estos años, resulta forzoso concluir que ha sucedido todo lo contrario: que se ha puesto al pueblo al servicio de esta democracia. De esta democracia absolutamente sui géneris que los partidos tradicionales han ido formando, entre acuerdos con los nacionalistas, corruptelas a cientos y experimentos morales a costa de los más desfavorecidos.

He citado a este rastrero miserable, a este bandido sin escrúpulos, a este bribón sin principios, a este granuja sin altura patriótica de miras, a esta hez con forma humana, a este miserable compulsivo, a este desvergonzado rufián, a este traidor sinvergüenza y vil dispuesto a pasar por la trituradora el prestigio y la grandeza histórica de España y al que como patriota le deseo todos los males posibles. Pero no nos equivoquemos. Son otros muchos los que transitan por este Sistema para conservar sus privilegios políticos y económicos. Y son muchos más los que no ganan nada por proteger su ilusionado camino a ninguna parte.

Sería injusto en ese sentido excluir al resto de miembros de la dirección del PSOE. De la mayoría de los llamados barones puede afirmarse, sin posibilidad de refutación seria, que son ineficaces, vacuos, prácticamente inútiles. Todos mantienen una posición equidistante frente al enloquecimiento del miserable. Todos menos el catalán Miquel Iceta, quien hoy mismo ha reiterado su disposición a poner su sucio culo a la marranalla podemita. ¡Ay, la querencia!

Sería también injusto excluir a la mayoría de cargos públicos de la derecha liberal, quienes habiéndolo tenido todo para arreglarle la fea cara al país, decidieron dejar en barbecho los principios y valores que prometieron defender en las elecciones de 2011. En pocos períodos de la historia contemporánea española ha padecido el país un presidente del Gobierno y un líder de la oposición tan traidores y miserables. Pero así es esta democracia y estos son los partidos que eligieron entre todos. Quejarse por lo tanto no hace sino poner en alza la imbecilidad del votante.

A la hora de la verdad, resultó que los partidos de izquierda cumplen con lo que en ellos es obsesión: establecer una forma de pensamiento único que rompa con la idea universal del humanismo cristiano, contrario a sus intereses laicistas. Nada que reprochar a quienes nunca ocultaron sus verdaderas intenciones y sentaron las bases para ello en la Constitución de 1978. Ni que decir tiene que haber llegado a la situación actual sólo fue posible por el desbarajuste en que siempre se movió la derecha española, minada por los complejos y las actitudes egoístas de sus líderes, incapaces de hacer frente a las ideas doctrinales impuestas por la izquierda, hasta el punto de que penalmente es más responsable el autor de un bofetón a un niño que la encargada de triturarlo en una clínica abortiva. A la tradicional insensatez de la derecha liberal se une la atomización de las diversas tendencias patrióticas, incapaces de presentar una alternativa vertebrada a los ciudadanos que desconfiamos del actual esquema institucional.

Lo más penoso es que, a pesar de la situación, todo sigue igual y sin perspectiva de arreglo. Confieso con toda humildad que no acabo de entender a este país. Este país no tiene frío ni calor, ni parece nunca dolerle nada. No sé cómo se llama ese mal y si el doliente es el mismo que protagonizó gestas tan memorables como las que inmortalizó Sagunto, Navas de Tolosa, Otumba, Lepanto, Arapiles o Belchite. Lo cierto es que ese mismo pueblo se halla hoy a las puertas de la muerte, porque le falta el reflejo del dolor, el instinto de la supervivencia. Luego está el lado cómico. En medio de tantas desgracias como se han amontonado en pocos años, los partidos y sus secuaces mediáticos continúan su tarea demoledora con manifiesta impasibilidad. Yo al manos reivindico aquí mi derecho a desearles la muerte a todos ellos.

Nosotros seguiremos el rumbo que la exigencia del destino histórico de España nos manda recorrer. Si las estructuras políticas y económicas han sido abordadas y son manejadas por traidores, timoratos corruptos y acomodaticios y hombres de gobierno sin honor y sin ningún valor, nosotros no estamos dispuestos a seguir inactivos, a consentir que ante nuestros ojos se destruya esa España ganadora, fuerte, unida y segura de sí misma, orgullosa de sus riquezas naturales y de su historia, de su cultura, de su identidad y, sobre todo, fortalecida con el carácter invencible de su gente.

Hay suertes adversas en la Historia en las que a un pueblo le toca el papel doloroso de la capitulación. Cuando ello sucede, la dignidad exige aceptar el lance con hombría y con enojo contenido. Lo que no cabe es lo que podríamos llamar “trunfalismo liquidador”, el júbilo alborozado de perder en la jugada, la frívola torpeza de considerar como una victoria lo que ha sido una batalla perdida.

Mientras, los abascales, las rosadíez, los riveras y demás tontos útiles del Sistema, nos recetan cataplasmas de la misma sustancia democrática para detener la hemorragia provocada por ella.