Desde luego, no comparto la fascinación por los musulmanes del Papa argentino, ni sus declaraciones buenistas. Empieza a circular la chanza de que el Espíritu Santo andaba de vacaciones el día de la elección papal. Coincidiendo con  la mayor escalada de asesinatos de cristianos que se recuerdan en países musulmanes, el Papa argentino nos pide que les pongamos la otra mejilla. Sus invocaciones al panfilismo de los católicos levanta dentro de mí las sospechas más graves. Nos cuentan que la Iglesia tiene que modernizarse y respondo que la Iglesia no ha hecho más que modernizarse desde Juan XXIII hasta hoy. Se ha modernizado tanto que vemos cómo la feligresía estrafalaria de algunas iglesias de Brasil compite con la del Sambódromo de Río. La Iglesia se ha modernizado tanto que pasa por alto el vestuario de los feligreses, y ya no digamos las feligresas, permite las comunicaciones móviles durante la impartición de los sacramentos y hasta felicita efusivamente al rey perjuro de cuya mano salió convertida en norma el aniquilamiento anual de miles de niños españoles.

Claro que no sería lógico hablar de la modernización de la Iglesia sin el aporte adicional de que la Iglesia ha visto vaciarse sus templos, conventos y seminarios conforme las modas postconciliares se iban extendiendo. Es decir, que la modernización ha traído aparejada la pérdida de liderazgo moral que la Iglesia llegó a ejercer en buena parte de Occidente. En fin, que estas cosas de la modernidad hay que tomarlas más en serio de cómo son tomadas por muchos papistas.

Leo con estupor los últimos gestos y ocurrencias del Papa argentino, muy partidario de las componendas con el islam, aunque miles de cristianos sufran persecuciones y crímenes en estos países. Francisco I es de los que piensan que el recuerdo y la evocación emocional de algunos acontecimientos, tales por ejemplo como la matanza de cristianos en Sudán y Nigeria, puede ser causa de separación con nuestros “hermanos” musulmanes y un obstáculo para la reconciliación.

Por consiguiente me temo que para ejemplarizar con la conducta, los responsables de la jerarquía eclesial pueden tomar de inmediato, entre otras, las siguientes medidas:

a) Prohibir la Misa, donde se renueva el sacrificio de Cristo, y sustituirla por la lectura del libro de los cuarenta hadices.

b) Prohibir la venta de crucifijos y velar porque se retiren todas las imágenes del Crucificado.

c) Prohibir la Navidad, la Semana Santa y otras fiestas del calendario cristiano para transformarlas en jornadas exaltadoras de la convivencia y hermanamiento entre católicos y musulmanes.

d) Prohibir la lectura de todos los textos históricos que se refieran a San Isidoro, Santiago Apostol, Isabel y Fernando, los santos cruzados o cualquiera que se haya dado en conocer por su actitud nada contemplativa con los antiguos sarracenos.

e) Prohibir los sermones de las siete palabras y sustituirlos por lecturas de Le Clézio, Samï Nair, Esteban Ibarra y Juan Goytisolo, entre otros lumbreras.

f) Dar de baja del santoral a los mártires que defendieron la fe cristiana contra el islam, a causa de su conducta partidista y exaltada y cubrir sus vacantes con Saladino, Almanzor, el turco Abdul Hamid y sus cuadrillas asesinas de armenios, curas y misioneros; o mismamente los promotores de Sharia4Belgium, que proponen cosas tan en consonancia con el nuevo orden vaticano como la conversión de Bélgica en un Estado islámico.

En definitiva, que lo que menos necesita la Iglesia ahora es un Papa remilgado, pudibumbo y zamacuco, obstinado en ver un inofensivo minino donde los demás contemplamos el instinto asesino de un fiero felino. Lo peor es que no me creo que lo anterior sea como consecuencia de un exceso de ingenuidad. A los jesuitas se les puede tachar de muchas maneras, pero nunca de ingenuos. Todo lo anterior me lleva a pedir a Dios que no tengamos que sucumbir a la tentación, ni mucho menos al deseo, de morder el anillo pastoral en lugar de besarlo.