Suárez, o una transición desdichada
Gracias a Torcuato Fernández Miranda, la transición se hizo “de la ley a la ley”, es decir, de la legitimidad franquista –y no desde una supuesta legitimidad frentepopulista—a la legitimidad democrática. La fórmula, llamada reformista, fue aprobada por una enorme mayoría (bastante mayor que la de la Constitución) en el referéndum de diciembre de 1976. Y lo fue contra todos los intentos de la oposición de imponer una “ruptura” para enlazar la democracia con el Frente Popular, prtetensión que combinaba la ignorancia histórica, la demagogia y un rencor artificial. Por otra parte, la transición era obligada. El franquismo se había quedado sin ninguna personalidad capaz de sustituir a Franco y, más decisivamente, se había suicidado al declararse régimen confesional católico: cuando la Iglesia tomó otro rumbo en el Concilio Vaticano II, el régimen quedó literalmente en el aire, y sobrevivió unos años solo gracias al escaso arraigo popular de la oposición y al prestigio de sus grandes logros políticos y económicos, y del propio Franco. Los encargados de realizar la transición dispusieron así de un enorme capital político resumible en dos puntos: una población básicamente reconciliada, olvidada de los odios y rencores de la república y la guerra; y un país económicamente sano y próspero, sin apenas desempleo, con un estado reducido pero eficaz y no endeudado, habiendo superado también el analfabetismo y la ignorancia de los tiempos de preguerra.
Aun con tales ventajas, la tarea exigía alguien con talla de estadista. Quizá pudo haberlo sido Torcuato, que orientó/tuteló a Suárez hasta el referéndum. Pero desde luego no era Suárez el estadista, ni tampoco el rey. Estos dos compartían una incultura más que notable, un nivel intelectual precario y una concepción de la política a base de relaciones públicas, simpatía y pequeñas maniobras y chapuzas, con una idea confusa sobre lo que podía cederse y lo que no. Después del referéndum, Suárez se sacudió la la tutela de Torcuato, que no aprobó la Constitución y abandonó la UCD. Torcuato falleció poco después, amargado según diversos testimonios, y Suárez no asistió siquiera a su funeral. El propio Suárez se definió así: “Mi punto fuerte es, creo yo, ser un hombre normal. Completamente normal. No hay sitio para genios en nuestra actual situación”. Pero al mismo tiempo él y los suyos presentaban la transición como una operación complicada y peligrosa, casi titánica, necesitada de dotes algo más que “normales”. Con la mayor desenvoltura, el hombre “normal” olvidó su pasado político como secretario general del Movimiento, sus maniobras de estilo ultraderechista para hundir la reforma preparada por Fraga, y sustituyó la necesaria política de altura por un entendimiento de bajo nivel, titulado pomposamente “reconciliación de los españoles”, con la derrotada oposición rupturista. Y entre todos elaboraron una Constitución visiblemente chapucera, cuyos peligros, hoy tan agravados, previeron personajes tan distintos como Julián Marías, Fernández Miranda o Blas Piñar. El mundo de las ideas, así como la enseñanza en varias regiones quedaron totalmente abandonados a la izquierda y los separatistas, que desde entonces no cesaron de crecer. El paro aumentó a buen ritmo, y empeoró rápidamente la salud social (expansión de la droga –con muerte de miles de jóvenes y estrago en muchos más– la delincuencia común, etc.).
El terrorismo, particularmente, se volvió una plaga insoportable, abriéndose paso la nefasta idea de ofrecer a la ETA una “salida política”, clave de la corrosión de la democracia y del estado de derecho, que con Zapatero y Rajoy llegarían a su culminación. Después de todo, la ETA era un grupo con verdadero historial antifranquista, no como tantos que salían a última hora pretendiéndose tales, incluso en la derecha. ¿No se había identificado antifranquismo con democracia, tergiversación aceptada por la derecha, al menos la de Suárez? Entonces la ETA era la democracia máxima. Más aún, su asesinato de Carrero Blanco la convertía en la verdadera artífice de la democracia, pues, ¿no concidía mucha gente en un irrisorio análisis político, según el cual Carrero era el mayor obstáculo a las libertades? La ETA, para colmo, reunía en sí el separatismo y la izquierda más o menos marxista, condensando en una sola organización al añorado Frente Popular, alianza de izquierdas y separatismos vencido en la guerra civil. ¿Acaso no merecía todas las comprensiones y complacencias?
En su frivolidad, el “hombre normal” quiso superar al PSOE por la izquierda, creando en la UCD las tensiones que la llevaron a la implosión. Por fin, el 29 de enero de 1981, desaprobado por el rey y por todos lo partidos, Suárez dimitió. Con su clásica mezcla de oportunismo y debilidad argumental, explicó su salida por el deseo de evitar “que el sistema democrático se convivencia sea, una vez más, un paréntesis en la historia de España”, una idea perfectamente ilógica. Si él se sentía promotor y representante de la democracia, ¿iba a dejar camino libre a sus enemigos? Se habló de presión militar, pero él estaba satisfecho de “haber reducido a su verdadero papel a los militares”, y en cambio se quejaba especialmente del mundo financiero y de la Iglesia. E implicar como “paréntesis democrático” a la II República, en la que incluía al Frente Popular, sonaba harto extravagante de quien había hecho su carrera política en el aparato franquista. Según Calvo-Sotelo, Suárez exhibió por aquellos días una pecular euforia: “¿Os dais cuenta? Mi dimisión será noticia de primera página en todos los periódicos del mundo” El rey le recompensó entonces con un ducado, pero no con el Toisón de Oro antes otorgado a Torcuato, dejándole contrariado, pues creía merecerlo más que su antiguo protector.
En el desbarajuste creado en aquellos años, y del que fue él máximo responsable, se habló de un necesario “golpe de timón”, y ocurrió poco después el conato golpista del 23-f. Se lo presentó como una conspiración militar involucionista cuando hoy sabemos que en él estuvo complicado, a un nivel u otro, gran parte de la clase política, incluidos el rey y el PSOE. Suárez abandonó el poder entre denuestos casi generalizados, hoy olvidados –la memoria histórica en España es tan débil como la honestidad intelectual o política–. Luego, el impacto emotivo de sus desgracias familiares y ciertas comparaciones posibles con Felipe González, reivindicaron su figura de modo a mi entender ficticio. Pero él persistió aún en jugar a la política y crear un partido cesarista que le obedeciera incondicionalmente. Todavía cosechó algún pequeño éxito parcial, dividiendo más, de paso, a la derecha.
Estas cuestiones y otras asimismo importantes, y generalmente desatendidas, las he tratado con bastante detalle en mi estudio La Transición de cristal. Ante el fallecimiento, que se estima inminente, de Adolfo Suárez, se impone un análisis político lo más serio posible, ya que se trata de una figura histórica. Otra cosa es el lado personal, siempre emotivo porque la muerte es el destino de todos y nadie sabe en ese terreno cual es el criterio, dejado a Dios por los creyentes. Pero no conviene mezclar las dos cosas.
De los mejores análisis sobre Suarez que he leído estos días. Aclara mucho a los jóvenes como yo que no vivimos esos años y no nos creemos las manipulaciones de la TV y prensa del sistema.
Totalmente de acuerdo con Vd.,Sr.Moa,….en todo menos en un punto, y seguramente por ignorancia mía. ¿En qué sentido significaba el Concilio Vaticano II un “suicidio” para el régimen? Aun declarándose confesional, en el régimen existía de facto una separación iglesia-estado. No me gusta utilizar ahí separación, ya que no hubo enemistad entre ambos….hasta justo ese momento, en que la jerarquía, por aparentar “moderna”, traicionó no solamente a Franco sino incluso a la propia tradición católica interpretando mal el Concilio, con efectos tremendos…para la iglesia católica, que aun padecemos (y ahora viene la segunda “ola”…). Hubo excepciones honrosas, pero creo que… Leer más »