Don César o las huellas que los hombres dejan en la eternidad
Hay hombres que pasan por la vida dejando huellas imperceptibles de una labor impagable. Son hombres silenciosos, que no piden nada, que actúan por un sentido del deber cada vez más escaso. Hacen lo que tienen que hacer porque quieren vivir conformes consigo mismo.
Hablamos en demasía de los grandes nombres, que en las más de las ocasiones sólo tienen de grande la publicidad que adorna su futilidad y su inutilidad, y nos olvidamos de esos otros que nunca aparecen en los libros o en los medios. Cuando alguien así nos deja, tan silenciosamente como vivió, los que tenemos constancia de su labor, de su trabajo, de su noble esfuerzo tenemos la obligación moral de dejar constancia de una vida ejemplar.
Probablemente su nombre diga muy poco a la mayor parte de mis lectores. Don César –como yo siempre le he llamado pese a los años de amistad- nos ha dejado, se ha marchado a los luceros en los que fervientemente creía, en los que le aguardaba la guardia de los camaradas del ensueño falangista, para reencontrarse con quienes compartieron con él la campaña de Rusia en las filas de la División Azul, la más hermosa y gloriosa gesta de la juventud española en los últimos setenta años.
En casi treinta años nunca conseguí que me contara, más allá de algunas anécdotas, sus méritos de guerra atestiguados por su Cruz de Guerra, su Cruz Roja del Mérito Militar y su Cruz al Mérito Militar con Espadas de 2ª clase. Él era así, lo importante era lo que habían hecho como grupo, como colectividad.
César Ibáñez Cagna, desde muy joven, quiso vivir conforme a su estrella. Había nacido en Turín. Su padre era español y su madre italiana y pese a pasar su juventud fuera de España siempre se sintió como un español alejado de la Patria. Ese sentimiento le llevó con diecisiete años a dejar el hogar materno para aterrizar en Sevilla en 1937 y enrolarse en la 1ª Bandera de la Falange, porque la España que amaba era la que se había alzado contra la tiranía de la república del Frente Popular. La biografía de don César es la de muchos jóvenes que tras hacer la guerra tuvieron que seguir en un cuartel donde tampoco lo dudo y cuando escuchó la llamada al grito de “¡Rusia es culpable!” -el comunismo es culpable- dio el paso al frente y se marchó a combatir nuevamente, a batallar por sus ideas.
Pero esa historia es la anécdota de la vida de don César, como lo es su importancia como directivo de la AEG en España. Lo fundamental, lo trascendente, es el deber que se autoimpuso a mediados de los años ochenta por el que ha dejado una pequeña huella en la historia. Probablemente esta labor haya sido una de las cosas que, como anotaban los versos de Pemán, haya formado parte de ese peso ignorado que Dios mide en sus “altas balanzas de cristal”, porque ante él nunca se es alguien anónimo y porque, como animaba a sus hombres un héroe cinematográfico, “lo que hacemos en la vida tiene su eco en la eternidad”.
En esa eternidad una nutrida guardia habrá recibido a don César para decirle simplemente gracias y para prenderle sobre su camisa azul una Palma de Plata. Cuando más difícil era, a finales de los años ochenta, don César fue de esos hombres que puso en marcha el sueño de conseguir que los restos olvidados de cinco mil caídos, de cinco mil españoles abandonados, tuvieran un lugar digno donde aguardar la eternidad o retornar a España. Como si lo tuviera a mi lado aún recuerdo su desafío a las autoridades militares de la época: “En Rusia han quedado decenas de oficiales si el Ejército no tiene el valor de rescatar sus cuerpos nosotros lo haremos”.
Si hoy existe un cementerio en Rusia, en Pankovka (Novgorod), es en parte gracias a su esfuerzo. No sólo eso. Don César quería rescatar del olvido el nombre de aquellos que habían caído en Rusia, situar los cementerios, encontrar los viejos planos y, también, recuperar la historia de la División Azul. Durante años, ante el silencio oficial, recopiló información que compartió generosamente con quienes nos acercábamos a la historia divisionaria. En cierto modo todo un grupo de historiadores somos obra suya, el último fruto de su abnegada labor. Nos ha dejado como la última trinchera para defender la verdad de una historia que él estaba empeñado en sacar a la luz y sobre la que dejó decenas de artículos que bien merecerían un libro recopilatorio para que su contribución no quedara perdida.
Don César conoció en vida la ingratitud con que a veces la vida paga el esfuerzo desinteresado y probablemente, dados los achaques de la edad, no haya sido consciente de la ignominia de la llamada Ley de la Memoria Histórica que también condena a los divisionarios. Ha vivido como un divisionario hasta el final porque como él mismo decía “el espíritu divisionario, cuando se ha tenido, se mantiene”.
A los católicos, a los que somos conscientes de que la muerte nunca es el final, sólo nos queda rezar por su alma y esperar el día en que nos reencontremos en el cielo.
*Catedrático de Historia y portavoz de Alternativa Española (AES)
“Camaradas: no es hora de discursos. Pero sí de que la Falange dicte en estos momentos su sentencia condenatoria: ¡ Rusia es culpable!. Culpable de nuestra guerra civil. Culpable del asesinato de José Antonio , nuestro Fundador, y de la muerte de tantos camaradas y tantos soldados caídos en aquella guerra por la agresión del comunismo ruso. La destrucción del comunismo es condición necesaria para la supervivencia de una Europa libre y civilizada.” 24 de junio de 1941. Ramón Serrano Suñer. Secretario General de Movimiento Si muy bien, pero la División Azul acabó siendo una gran poda de la falange… Leer más »