Josep Miró i Ardèvol.- Me he ocupado en otras ocasiones del problema que significa, a medio y sobre todo a largo plazo para Europa y de manera particular para España, la insuficiente natalidad unida al aumento de la esperanza de vida. El desequilibrio es tan brutal que, como también he puntualizado en otras ocasiones, este país será perfectamente inviable en torno al 2040.

Esta deriva, que significa una manifestación más de la incapacidad de la democracia para operar a largo plazo, y hablo de la democracia cortoplacista en la que vivimos, no aquélla que busca el bien común, significa que la tentación de la eutanasia está al caer, pero no como una propuesta ideológica de un pretendido “humanitarismo”, no, sino simplemente como un proceso de racionalización económica. Si se consigue que la gente mayor viva menos años, el Estado se ahorrará un montón de dinero en sanidad, dependencia y pensiones. Ahora solamente hace falta que alguien se dedique a hacer el cálculo de lo que significaría acortar estadísticamente la vida media de los españoles en uno, dos, tres años.

Naturalmente, este enfoque contradice uno de los indicadores que hasta ahora se vienen utilizando como manifestación de la madurez en el desarrollo económico de un país, el de la esperanza de vida al nacer. Naciones Unidas la utiliza sistemáticamente como un índice de desarrollo humano y siempre se ha considerado como un claro exponente de la mejora de las condiciones de vida.

Ahora, el titular de finanzas de Japón, y el ministerio que ocupa no es una cuestión anecdótica, ha declarado que “el problema no será resuelto hasta que se den prisa y se mueran”, refiriéndose a los ancianos. Es bien sabido que Japón es el país del mundo que presenta este desequilibrio demográfico de una forma acusada. Pero, atención, la situación española, y digamos de paso la italiana, por ejemplo, no es muy distinta. Los japoneses, que tienen una concepción un tanto especial del funcionamiento de la sociedad y de la vida, se han atrevido a decir en voz alta algo que ya hay bastante gente que lo piensa en Occidente, que “no es país para viejos”.

Si no reaccionamos pronto y mucha gente y la Iglesia europea, y en particular la española, se pone delante, la ola será irrefrenable porque las secuelas de la crisis que durarán años y años, las estrecheces del Estado del Bienestar y el continuado aumento de la población anciana harán que en un momento determinado se levante con gran éxito esta bandera: que los ancianos se den prisa en morir.

*Josep Miró i Ardèvol, presidente de E-Cristians y miembro del Consejo Pontificio para los Laicos